El renombrado profesor Kip Viscusi nos enseña que, incluso en la economía más estatizada, las preferencias del público se expresan a través del tamaño de las colas. Inversamente, incluso las economías más libres necesitan reglas básicas como la propiedad o los contratos para poder funcionar. Todas las economías mantienen una tensión entre el libre mercado y el intervencionismo. Ninguna economía es 100% liberal o estatizada, como tampoco lo es ninguna Constitución. En principio, mientras más flexible y neutral es un texto constitucional, más posibilidades hay de que perdure en el tiempo.
La economía peruana se ha inclinado –tradicionalmente– por el intervencionismo, sea a través del mercantilismo, el populismo o el socialismo, con distintas variantes. Nunca, en toda nuestra historia, hemos tenido un gobierno que sea inclinado hacia el libre mercado, más allá del discurso de Alberto Fujimori en ese sentido. Es verdad que el gobierno de Fujimori fue más cercano al libre mercado, si se le compara con el de Alan García, pero la tarea no era tan difícil. Durante el gobierno de García, se regularon los precios, la moneda no tenía valor (se imprimía como si fuesen figuritas), estábamos cerrados a los mercados internacionales y había cientos de empresas públicas en todos los sectores de la economía.
Pasar de una economía estatizada a una muy regulada no es volverte “neoliberal”, sino pasar de rojo a rosado. Como nos enseñó Stigler, además, la regulación se produce –la mayoría de veces– no de forma espontánea, sino por la demanda de grupos de interés. Este fenómeno no siempre coincide con la corrupción, pero son conceptos afines. En términos generales, el mercantilismo que representa este uso del proceso regulatorio para fines privados está atado al oportunismo, tanto político como empresarial.
A modo de ejemplo, una de las políticas emblemáticas de la época de Fujimori fue la creación de las empresas de pensiones privadas (AFP). En ese sistema, se nos obliga a todos los trabajadores a dar una buena parte de nuestros ingresos a empresas privadas, que además nos cobran por administrar nuestro dinero. No se me ocurre ninguna política más alejada del liberalismo económico o más cercana al mercantilismo que esa.
En contraste, el liberalismo económico –o neoliberalismo, si prefieren– es una corriente ideológica. Los liberales no lo son por oportunismo, sino porque creen en la libertad como un valor supremo, o están convencidos de que su implementación será conveniente para la sociedad.
Para los que dicen que Fujimori nos inició en el liberalismo económico, habría que preguntarles qué les suena más a lo que vivimos en la década de los noventas: ¿el oportunismo, la corrupción y el uso del aparato estatal para proteger fines privados, o a una cruzada por la libertad? Si la respuesta es lo primero, mal hacen en llamar a esa época “neoliberal”, cuando su verdadero nombre es “mercantilismo”, primo hermano del socialismo.
Para terminar, nuestro régimen económico constitucional es lo que uno podría esperar de una aproximación pragmática. El régimen económico no se casa con la libertad, sino que coquetea con todas las opciones: social y liberal, al punto que precisamente se llama “economía social de mercado”. Nuestro modelo trata de equilibrar las tensiones entre la búsqueda de la eficiencia económica y la equidad. Esta indefinición no necesariamente es una mala idea; las constituciones deberían aspirar a perdurar y a estar por encima de las inclinaciones ideológicas de los gobernantes de turno. Así, no se explica el énfasis en el cambio de un modelo que puede ser fácilmente adaptado a las necesidades cambiantes de la sociedad.