Maia Szalavitz

Se ha vuelto común que las personas usen términos diagnósticos para describirse a sí mismas, diciendo que son “algo autistas” o “un poco bipolares” o “un poco ”. Algunos dicen que son “adictos” a Twitter.

Muchos defensores de la salud mental consideran que estos comentarios son trivializadores, una burla para quienes padecen enfermedades reales. Dicen que describir a alguien como “una especie de ” o “adicto a su celular” solo evoca estereotipos negativos y estigma.

Pero, como persona que pertenece al espectro autista y ha luchado contra la adicción a la heroína, no creo que tales afirmaciones sean automáticamente perjudiciales. Al contrario, reconocer que existe neurodiversidad entre las personas que no cumplen los criterios de diagnóstico ayuda a humanizar a los que sí los cumplimos. Al fin y al cabo, si nuestras experiencias son completamente distintas de las de los demás, ¿no es más difícil empatizar con nosotros? Si nuestros sentimientos y sensaciones son totalmente ajenos a los de las personas neurotípicas, ¿no es esa la definición de deshumanización?

Aprender que los rasgos de se sitúan en un espectro fue liberador para mí. Sentirse inquieto por los cambios está en un continuo con estar tan alterado por una ruptura de la rutina que no puedes funcionar. Estar triste es un aspecto de la depresión; el miedo escénico ordinario es ansiedad. Aunque tener estos sentimientos no debería bastar para que una persona reciba un diagnóstico, sí puede permitirle plantearse cómo sería si fueran más intensos, abrumadores e incesantes, y lo duro que sería.

Por supuesto, las etiquetas diagnósticas pueden ser un arma de doble filo. Para mí, descubrir de adulta que soy autista fue un alivio. Antes consideraba que mi compulsividad, mi hipersensibilidad al ruido, los olores y los sabores, mi total absorción de las ideas y mi dificultad para conectar con la gente eran pruebas de que era egoísta y desconsiderada. Las estrategias que utilizaba para hacer frente a mi sobrecarga sensorial controlando mi entorno me hacían parecer mandona y rígida; mi intensidad y la especificidad de mis intereses me dificultaban conectar con los demás. Con el tiempo, mi soledad me llevó a automedicarme con cocaína y heroína, a lo que, afortunadamente, siguió la recuperación.

Aprender que mis síntomas, aparentemente inconexos, forman parte del mismo síndrome y que otras personas comparten una mezcla de rasgos igual de extraña me permitió controlarlos mejor y odiarme menos. Resulta que ni siquiera soy tan inusual en la automedicación del autismo y el desarrollo de la adicción, aunque la investigación sobre esta conexión está en pañales.

Durante mi recuperación, conocer mis rasgos autistas también me ayudó a reconocer que las mismas características que a menudo me hacían la vida difícil también podían ser fortalezas. Aplicadas en el contexto adecuado, mi obsesividad, sensibilidad e intensos intereses me ayudaron a tener éxito como escritora.

También es importante comprender que no todos los comportamientos atípicos deben cambiar. Una de las ideas clave del movimiento por los derechos de los discapacitados es que la discapacidad suele ser producto del contexto social. Un entorno construido sin rampas excluye a las personas que utilizan sillas de ruedas: no son sus limitaciones de movilidad las que le impiden el acceso. Incluir estas adaptaciones, además, facilita el paso a los padres con coches y a las personas que utilizan equipaje con ruedas. El espacio es mejor para todos.

Por lo tanto, no me importa que digas que tienes un poco de TOC o TDAH, siempre y cuando sepas lo que significa realmente y no te estés basando en estereotipos. Cuanto más reconozcamos que todos tenemos rasgos que en los extremos pueden ser discapacitantes, más compasivos seremos y más podremos beneficiarnos de los talentos de todos.


–Glosado, editado y traducido–

© The New York Times


Maia Szalavitz es una periodista y escritora estadounidense. Este es un artículo especial de The New York Times.