Muy pronto estaremos a un año del bicentenario. Celebraremos el día en el que José de San Martín declaró la independencia en la Plaza de Armas de una ciudad abandonada por las fuerzas realistas. Gran momento. En la escuela aprendimos de memoria el fragmento más emocionante de aquel discurso y nos enseñaron a recitarlo de forma altisonante para que nunca dudáramos de que la lucha por la libertad de nuestros antepasados fue épica y gloriosa.
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Su discurso, ese que registraron las páginas oficiales de la historia, lo dice de forma inequívoca: “Desde este momento, el Perú es libre e independiente...”. Aunque, considerando la situación, lo que hizo el general San Martín fue anunciar el inicio de la última gran rebelión contra la corona española. Lo suyo fue una manifestación de intenciones. Una exclamación grandilocuente que daba cuenta de una expectativa continental. Pero la independencia militar, la expulsión de las fuerzas españolas, vino cuarenta meses después en Ayacucho, con el liderazgo de otros militares amigos.
No nos debe extrañar que hayamos tomado aquella contundente declaración como un sello inequívoco de independencia y no como lo que en realidad fue: un fuerte llamado desde la convicción. Acaso es lo que corresponde a nuestro imaginario nacional. La pintura de Juan Lepiani siempre fue más vistosa en los libros escolares que los ejércitos en las pampas de Junín y de Ayacucho. Y es un símbolo actual de cómo los peruanos preferimos celebrar las expectativas antes que los hechos. De cómo nos cuesta encarar y sostener las grandes batallas colectivas.
Acaso allí radique parte de la deuda que tenemos como pueblo. Son muchas las imágenes que dan cuenta de que esa promesa enunciada por el maestro Jorge Basadre se nos escabulle década tras década. Entre las más cotidianas, toca compartir dos: esa ilusión que se diluye antes de que termine el primer tiempo del partido y esa unidad colectiva que se debilita al finalizar los 100 días de una tortuosa cuarentena nacional. Ahora usted, lector, agréguele otras más.
A veces, el Perú es una idea tan concreta como nuestra amable y difícil biodiversidad; y, otras tantas, tan opaca como los pactos éticos electorales y los planes de gobierno de los candidatos de turno, los llamados a la acción de los eventos empresariales y los manifiestos artísticos de esos colectivos que se parten antes de tiempo. En fin. Nada tan ilustrativo como nuestra incapacidad para llevar al país por el camino de las elementales políticas del Acuerdo Nacional.
Pero toda deficiencia tiene un lado oscuro. El reverso de esta incapacidad para edificar la polis que nos debemos es la esperanza. Pues parece que no hay terremoto, guerra terrorista, fenómeno de El Niño ni pandemia respectiva que aplaque nuestra voluntad de salir adelante. Nos movilizamos del campo a la urbe, de la barriada al nuevo distrito, de la ciudad capital al mundo. Resistimos. Sobrevivimos. Progresamos. Si nuestra vida diaria se escribiera con el mismo teclado de los titulares de la prensa, el Perú no existiría. Sería un pueblo devastado, liquidado, olvidado. Pero no. Es como si la palabra resiliencia fuera un peruanismo.
El gran desafío de nuestra república de mantequilla sigue siendo inmenso. Cómo llevar la energía de nuestras familias hacia la comunidad política, hacia la nación postergada. Cómo escalar la confianza interpersonal que compartimos con nuestros paisanos y amigos hacia la sociedad abstracta de iguales en deberes y derechos. Cómo multiplicar la pasión por la diversidad de esa mesa sabrosa hacia todos los ámbitos de nuestra vida civil y cultural. Cómo discrepar en la complementariedad. Cómo respetar generosamente las reglas. Cómo cumplir con los mínimos comunes.
El bicentenario debería ofrecer un paréntesis para la reflexión colectiva. Un paréntesis sinérgico que haga palidecer al que vivimos con el COVID-19. Tal vez de eso se trate todo esto, de demostrar que la república democrática es un espacio de colaboración y disputa en el que sí podemos resolver, de forma práctica y duradera, nuestras aspiraciones de bienestar. Una comunidad donde nos reconozcamos familiares. Una sociedad que sea tierra fértil para todo tipo de semillas. Un país donde se tejan las fortunas de todos.