Hay políticos dispuestos a argumentar sin rubor que las componendas son necesarias para preservar la gobernabilidad democrática. Y hay políticos que incluso se lo creen. La realidad, sin embargo, demuestra todo lo contrario. Lejos de preservarla, el copamiento, la repartija y la opacidad sabotean y pueden llegar a dinamitar la democracia.
¿Cómo hacerle entender al presidente Pedro Castillo, por ejemplo, que la gobernabilidad democrática, aquella que reposa en la legitimidad de las autoridades, solo se afirma mediante la transparencia y el respeto a derechos fundamentales, como la libertad de prensa, el imperio de la ley y la institucionalidad? ¿Cómo hacerle ver que la prensa libre es la mejor aliada para combatir la corrupción porque toda denuncia bien fundamentada por el periodismo de investigación ayuda a deshacerse de funcionarios que delinquen?
Después de seis meses de gobierno, nada de esto parece resonar en el presidente Castillo o en sus asesores. La agenda diaria del presidente se divide entre viajes y apariciones ceremoniales que intentan tranquilizar y adormecer a sus críticos, y conciliábulos nocturnos en los que, reiteradamente, decide el nombramiento de personajes no calificados o prontuariados para altos cargos de la gestión pública.
Y, sin embargo, el actual gobierno se ha dado tiempo para firmar un decreto supremo declarando que este será el “Año del Fortalecimiento de la Soberanía Nacional”. Es un tácito reconocimiento de la fragilidad en que se encuentra la soberanía peruana, hoy bajo ataque de organizaciones criminales transnacionales dedicadas al narcotráfico, a la minería ilegal de oro, a la tala ilegal, la pesca ilegal, la trata de personas, el lavado de activos y el contrabando.
Todos los días, con prisa y sin pausa, organizaciones criminales transnacionales violan la soberanía peruana a través de nuestras fronteras –particularmente por Desaguadero, Puno, y Madre de Dios–; depredan nuestro mar empleando gigantescas flotas pesqueras de hasta cuatrocientas embarcaciones por vez; incursionan con decenas de narcoavionetas en nuestro espacio aéreo, destruyen el medio ambiente, deforestan los bosques amazónicos y enferman el espíritu de la nación.
Para fortalecer nuestra soberanía nacional se requiere mucho más que un decreto supremo ordenando colocar un cintillo en los documentos oficiales. El Estado posee un conjunto de mecanismos que, bien utilizados, servirían para restablecer la autoridad nacional. Por ejemplo, la extinción de dominio que permite incautar bienes provenientes del narcotráfico, la interdicción de naves y aeronaves, las interceptaciones legales de las comunicaciones, la destrucción de dragas y equipos pesados introducidos clandestinamente en las riberas de los ríos, los megaoperativos coordinados entre la policía y el Ministerio Público con el fin de desarticular bandas y organizaciones criminales que actúan simultáneamente en diversos gobiernos regionales del Perú.
Adicionalmente, nuestro país cuenta con acuerdos de cooperación internacional para el intercambio de información, detección y, en caso necesario, extradición de cabecillas criminales.
Nada de esto podría funcionar fuera de un contexto democrático. Sin debido proceso, sin transparencia y respeto a los derechos fundamentales –en particular a la libertad de prensa–, la aplicación de la ley es pervertida, es infiltrada por las organizaciones criminales y se da pie a la extorsión y a la violación de los derechos humanos.
La ley y las garantías constitucionales no son una camisa de fuerza que estorba. Los controles y procedimientos ayudan a que la acción de la justicia no se tuerza y a que la policía nacional, el Ministerio Público y las Fuerzas Armadas puedan actuar con honor y eficiencia de acuerdo con sus respectivos mandatos.
Durante el sexenio del expresidente mexicano Felipe Calderón, el gobierno de México le declaró una guerra total al narcotráfico. El gran estratega de esa campaña, el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, se encuentra hoy detenido y procesado por una corte en Brooklyn, Nueva York, debido a sus vínculos con el cártel de Sinaloa. Quien ante el público aparecía como un campeón contra el narcotráfico, aparentemente estaba recibiendo millones de dólares en sobornos a cambio de atacar con dureza a los cárteles que competían con el de Sinaloa, mientras este último perpetraba impunemente sus actividades criminales. Y así, por la perversión de funcionarios como García Luna, lo que parecía bueno se convirtió en algo muy malo, llevando la violencia y la muerte en México a extremos delirantes.
Ahora, más recientemente, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, enfrenta su momento más difícil a la luz de acusaciones de que su gobierno ha estado espiando a periodistas mediante la utilización del célebre software israelí de interceptación de las comunicaciones, Pegasus. O sea, un software diseñado para combatir el terrorismo mediante interceptaciones legales, que solo puede ser adquirido oficialmente por los gobiernos, habría sido pervertido por el régimen de Bukele para violar la libertad de expresión.
En el Perú, en estos primeros seis meses de gobierno, hay claras señales de intromisión política en los ascensos en las Fuerzas Armadas y en la policía nacional. Hay claras señales de que se pretende debilitar a la División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad (Diviac) de la PNP. También hay pugnas en los nombramientos de altos mandos policiales a todas luces propiciadas desde Palacio de Gobierno. Todo esto no puede ser simplemente considerado meras estratagemas propias de la politiquería criolla. Se está configurando una tendencia que conspira contra instituciones directamente involucradas en hacer frente a organizaciones criminales transnacionales.
Pretender colocarse al filo de la navaja en asuntos que atañen a la soberanía nacional es jugar con fuego. Aquí no hay disquisiciones o indecisiones ideológicas que puedan disimular la gravedad del asunto.
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