Hoy se realiza en Estados Unidos el último debate entre los dos principales candidatos presidenciales. Por tratarse de las elecciones en la nación más importante del mundo y no solo en los campos económico y militar sino en una pluralidad de otros rubros, el proceso incumbe al universo entero en tanto que la gobernanza de ese país acarrea efectos igualmente universales. Por eso es que la desembozada intromisión de un delincuente en aquella diligencia electoral debe inquietar a toda la comunidad internacional debido a sus inevitables repercusiones y a sus posibles remedos.
La paranoica animadversión de Julian Assange hacia la primera candidata presidencial en la historia estadounidense lo ha llevado a develar en los últimos meses unos 20.000 correos electrónicos, muchos de los cuales recogen juicios sobre determinados asuntos que definirían sustancialmente la política exterior de su gobierno, de donde surge el interés con que la comunidad internacional procesa minuciosamente los contenidos. Hay, sin embargo, detrás de esa tóxica transparencia, no un noble ideal de limpidez informativa sino la fétida cruzada ideológica que nace con la propia empresa WikiLeaks, cuyo financiamiento sigue siendo la antítesis misma de la transparencia y que desde sus inicios confesó su propósito de denunciar el comportamiento de los gobiernos occidentales y en particular de Estados Unidos, tildándolos de inmorales en su conducta externa; (el libro más reciente de Assange se subtitula sintomáticamente: “El mundo según el imperio norteamericano”). Todo esto se complementa con diversas informaciones según las cuales detrás de tales filtraciones estaría el acariciado deseo ruso de ver elegido al más amigable de los dos contendores, que no es precisamente la antigua secretaria de Estado; sea como fuere, es un hecho incontrovertible que WikiLeaks y el Kremlin han tenido en los últimos años inusitadas coincidencias de propósitos.
Extrapolando estas nuevas revelaciones para mejor entender la gravedad detrás del deleznable tipo de transparencia que pregona WikiLeaks, podemos los peruanos preguntarnos, por ejemplo, cómo reaccionaríamos si, invocando semejante transparencia, la infame empresa hubiese divulgado nuestra estrategia en el contencioso de La Haya o, de haber existido antes de 1992, si lo hubiera hecho con aquella que condujo a la captura del más sanguinario asesino de nuestra historia. La pregunta admite una sola respuesta que apunta a las condiciones materiales que siempre determinan las consecuencias históricas para la humanidad. Contemplar entonces, indolentes y abúlicos, el escabroso quiebre de cualquier institucionalidad legítima por ajena y lejana que sea alegando el derecho ciudadano a la información menosprecia aquella respuesta irrefutable que no por ser un dogma marxista es menos relevante para la democracia.