Desde cuando las multitudes de Judea escogieron crucificar a Jesús en lugar de Barrabás gracias al populismo plebiscitario de Pilato, pasando por la consagración multitudinaria de los nazis en unas elecciones que permitieron a Hitler asumir el poder, hasta el referéndum del ‘brexit’ de junio pasado, en que la mayoría del pueblo británico decidió desanclarse de la Unión Europea, la humanidad ha dado pruebas elocuentes de cómo la veneración de la voz del pueblo como si fuera la de Dios es un riesgoso culto que frecuentemente acarrea consecuencias irreparables.
Más que las vociferantes campañas de agoreros explotando el arraigado nacionalismo de la insularidad británica para mejor traficar con sus amenazas apócrifas, y aun más que las vilezas de cierta prensa abusando de atavismos xenofóbicos, el ‘brexit’ fue sobre todo la resultante del empecinamiento del entonces primer ministro británico de asegurar su reelección, ofreciendo el pan y circo de un referéndum sobre la continuación del reino en la UE a fin de acallar las voces antieuropeas de una facción de su partido político. En vísperas del cumplimiento de la promesa electorera, un conocido columnista del prestigioso “Financial Times” afirmaba: “Este referéndum es, sin duda, el más irresponsable acto gubernamental que he visto en mi vida” advirtiendo que, de producirse el ‘brexit’, habría consecuencias “devastadoras” para Gran Bretaña. La salida se produjo demostrándose así que la cerrazón de David Cameron estuvo basada, como tantas veces lo ha sido a lo largo de la historia, en la creencia falaz de que la sabiduría popular iluminaría un voto razonado y reflexivo.
Colocar por entero el destino de una nación en manos de la opinión pública, es usar irresponsablemente la volatilidad grupal como herramienta política decisoria, puesto que la democracia directa es un revólver de una sola bala que si no se dispara, revienta en la cara. Aquel ejercicio cívico en que el ciudadano legisla con un mero cara o sello, estará siempre subordinado a situaciones coyunturales etéreas. Existen obviamente casos de excepción a la regla histórica, en que las consultas plebiscitarias han demostrado ser benéficas si bien lo han sido en situaciones perfectamente acotadas: ejemplos emblemáticos en el barrio fueron el referéndum chileno de 1988 que condujo al fin de Pinochet, el repudio en el 2007 a las pretensiones chavistas de hacer de Venezuela una república socialista o el de febrero pasado en Bolivia cuando se rechazaron las fantasías presidenciales de reelegirse hasta el infinito.
Lamentablemente, canonizar la voz del pueblo como lo hizo Séneca contradiciendo a su mentor, Tito Livio, que ya en su tiempo había descalificado a las multitudes como superficiales y vacuas, ha sido un sofisma que ha marcado muchos instantes ominosos de la historia. Porque la arrogancia de las colectividades humanas cuando imponen su pensamiento mayoritario como respuesta conclusiva, impide casi siempre ponderar reflexivamente las circunstancias en que puede antelarse la práctica legítima de un instrumento democrático como el referéndum, travistiendo así opciones distintas en decisiones unívocas y opiniones dispares en revocaciones irreversibles. Y todo ello, por aquel fetichismo que de tiempo inmemorial sacraliza la supuesta sabiduría popular, convirtiéndola en atributo triunfante de los dioses para mejor disimular la congénita prepotencia tribal de los seres humanos.