Cada tanto, la humanidad sucumbe a la histeria masiva ante la perspectiva de una pandemia global. Solo en este siglo, el SARS, el H1N1, el ébola, el MERS, el zika y ahora el coronavirus han generado reacciones que, en retrospectiva, parecen desproporcionadas. El brote de SARS del 2002-03 en China infectó a 8.000 personas y causó menos de 800 muertes. De todos modos, resultó en pérdidas de alrededor de US$40.000 millones en actividad económica.
Estas reacciones son entendibles. La perspectiva de una enfermedad infecciosa que mate a nuestros hijos desata instintos de supervivencia ancestrales. Y la medicina y los sistemas de salud modernos han creado la ilusión de que ejercemos un control biológico total sobre nuestro destino colectivo, aunque la interconexión del mundo moderno en realidad haya acelerado la frecuencia con la que surgen y se propagan los nuevos patógenos.
Nuestra arma más poderosa contra esa amenaza es nuestra inteligencia. Gracias a la ciencia moderna y a la tecnología, y a nuestra capacidad para la acción colectiva, ya tenemos las herramientas para prevenir, gestionar y contener las pandemias globales. En lugar de exasperarnos cada vez que nos sorprende un nuevo patógeno, simplemente deberíamos desplegar los mismos recursos, organización y creatividad que aplicamos a construir y gestionar nuestros activos militares.
Específicamente, necesitamos una estrategia de tres patas. Primero, debemos invertir en ciencia y tecnología. Nuestras capacidades militares actuales son el resultado de billones de dólares de inversión en investigación y desarrollo. Sin embargo, destinamos apenas una fracción de esos recursos al desarrollo acelerado de vacunas, antibióticos y diagnóstico.
Los avances en biología nos permiten entender el código genético y las capacidades mutacionales de un nuevo patógeno. Ahora podemos manipular el sistema inmunológico para combatir la enfermedad y desarrollar rápidamente terapéuticas y diagnósticos más efectivos. Las nuevas vacunas, por ejemplo, pueden programar nuestras propias células para que generen proteínas que alerten al sistema inmunológico a fin de que desarrolle anticuerpos contra una enfermedad, transformando esencialmente nuestros organismos en “fábricas de vacunas”.
La segunda pata es la preparación estratégica. En las sociedades modernas depositamos mucha fe en nuestros ejércitos. Pero si bien nuestras instituciones públicas de investigación médica y científica están equipadas con niveles de talento similares, reciben mucho menos respaldo.
En el 2018, la administración Trump cerró la unidad de coordinación de respuestas ante pandemias del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos. También ha desfinanciado el brazo de los Centros para el Control de las Enfermedades que monitorea y previene las epidemias. Pero aún más corrosiva ha sido la denigración pública de la ciencia por parte del Gobierno estadounidense, que erosiona la confianza pública en la experiencia científica y médica.
Una mejor estrategia sería reconocer a los trabajadores de la salud y a los científicos por su servicio, crear la infraestructura para desarrollar y desplegar tecnologías sanitarias de emergencia y financiar proactivamente a las organizaciones encargadas de dar una respuesta a las pandemias.
La tercera pata es una respuesta global coordinada. Si bien es la antítesis de la idea de Trump de “Estados Unidos primero”, una respuesta multilateral a las pandemias obviamente es importante. El país necesita liderar en cuestiones donde la cooperación claramente tiene ventajas sobre las políticas a nivel nacional. EE.UU. debería respaldar mecanismos globales para identificar y monitorear el surgimiento de patógenos; coordinar una fuerza especial de trabajadores de la salud que pueda desplazarse inmediatamente a sitios epidémicos; crear nuevas herramientas de financiamiento y desarrollar y acopiar vacunas.
Aquí, el primer paso es que los gobiernos aumenten el financiamiento para la Coalición para la Innovación en Preparación ante las Epidemias, que se creó después de la epidemia del ébola del 2014 para desarrollar y distribuir vacunas.
En la carrera armamentista con los patógenos, no puede haber una paz final. El único interrogante es si peleamos bien o mal. Pelear mal implica permitir que los patógenos causen alteraciones periódicas masivas e impongan inmensas cargas que se traducen en una pérdida de productividad económica. Pelear bien significa invertir de manera apropiada en ciencia y tecnología, financiar a la gente y a la infraestructura correctas para optimizar la preparación estratégica.
Es solo una cuestión de tiempo antes de que estemos frente a un patógeno verdaderamente letal capaz de cobrarse muchas más vidas que hasta las peores de nuestras guerras humanas. Somos lo suficientemente inteligentes como especie para evitar ese destino.
–Glosado y editado–