Cuando la exempleada de Facebook Frances Haugen contó hace unos días en una audiencia en el Senado de Estados Unidos que la compañía anteponía sus “ganancias astronómicas a la gente”, la indignación fue fuerte. El fundador y director ejecutivo de la empresa, Mark Zuckerberg, respondió con una publicación en Facebook en la que se podía leer: “Nos preocupan profundamente cuestiones como la seguridad, el bienestar y la salud mental”.
Pero Haugen estaba citando una investigación de la propia compañía que, entre otras cosas, encontró que “el 32% de las adolescentes [que encuestaron] dijeron que cuando se sentían mal con sus cuerpos, Instagram las hacía sentir peor”, como informó “The Wall Street Journal”, el medio al que Haugen proporcionó documentos. Facebook, como sabemos, es propietaria de Instagram.
¿De qué estamos hablando aquí exactamente? Supongamos que una niña de 13 años comienza a sentirse ansiosa por su apariencia y empieza a seguir a algunas personas influyentes sobre dieta. El algoritmo de Instagram podría sugerirle cuentas de dietas más extremas con nombres como “tengo que ser delgada” o “quiero ser perfecta”.
En una entrevista a un medio periodístico, Haugen calificó esto como “trágico”. “A medida que estas mujeres jóvenes comienzan a consumir este contenido de trastorno alimenticio, se deprimen cada vez más”, afirmó.
Es poco probable que cualquiera que haya pasado un tiempo en la adolescencia encuentre algunas de estas revelaciones particularmente sorprendentes. Hay mucho dinero en juego aquí. La industria global de belleza genera US$500.000 millones en ventas anuales, y las redes sociales son ahora un motor importante de estas, especialmente para las más jóvenes.
Para las chicas, asimilar contenido que parece destinado a hacerte odiar tu cuerpo es un rito de iniciación adolescente. El medio cambia, pero el ritual se mantiene. Antes de que la confianza de las chicas fuera mercantilizada por Instagram, lo hizo el capricho de las revistas llenas de modelos increíblemente delgadas y retocadas de industrias que dependen de niñas y mujeres para obtener ingresos.
Es aterrador lo mucho que estos mensajes pueden adherirse a ti. No he sido una adolescente durante casi dos décadas, pero recuerdo claramente el consejo de las revistas para chicas que solía traer a casa: el apio contiene “calorías negativas” (lo que sea que esto signifique). Si sucumbes al postre, que sea a uno sin grasa. Una vez leí que, si tenías hambre, podrías intentar comer hielo. Todavía puedo mirar un plato de comida y asignarle instantáneamente una cantidad de calorías en mi mente.
Para las adolescentes de hoy, sin embargo, las cosas son mucho peores. En las redes sociales como Instagram, llenas de imágenes de personas que han alterado su apariencia –ya sea mediante el uso de filtros o en la vida real, con dietas, cirugías o ambas–, cualquier foto está sujeta a escrutinio, comparación y evaluación en forma de ‘me gusta’ y comentarios.
Hasta cierto punto, la forma en la que estas dinámicas se desarrollan en Instagram son solo una extensión natural del trato que les damos a las chicas en nuestra cultura. Ellas aún internalizan el mensaje de que parte de su éxito en la vida dependerá de su capacidad para ser admiradas por su apariencia. Muchos de estos mensajes se transmiten bajo la apariencia de salud o bienestar, pero la investigación de Facebook sugiere que esta farsa hace menos para promover la salud que para dañarla. Ninguna clase de salud escolar o tranquilidad de los padres puede igualar el poder de estas poderosas plataformas tecnológicas, combinadas con industrias enteras que se aprovechan de las inseguridades de las niñas. Las propias chicas a menudo saben que Instagram no es bueno para ellas, pero la siguen utilizando porque son adictivas.
En última instancia, sin embargo, Instagram es solo un mensajero. El pozo negro del contenido que la alimenta viene de nosotros.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times
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