Los miembros de la facultad de la Universidad de Stanford pueden haberse convencido de que dieron un golpe al igualitarismo cuando votaron a favor de una política destinada a restar importancia a la riqueza al admitir estudiantes universitarios. Pero esos profesores deberían abstenerse de abrir el champán.
En una escuela como Stanford, la riqueza no es un criterio de admisión explícito, pero la riqueza de la familia de un solicitante hace una gran diferencia.
Esto no es noticia. Un estudio de 2017 mostró que en 38 universidades, incluidas cinco de la Ivy League, más estudiantes provienen del 1% superior de la escala de ingresos que del 60% inferior.
“Nos gustaría diversificarnos, pero no podemos encontrar suficientes solicitantes calificados”, lamentan las universidades mejor clasificadas. Pero esa excusa desgastada ha sido demolida por los resultados recientemente publicados de un programa que inscribió a más de 300 estudiantes del tercer y cuarto año de escuelas secundarias de alta pobreza en cursos universitarios con créditos.
El 89% de los que completaron el curso aprobaron una clase de Harvard que es idéntica a la versión de Harvard Yard. Casi dos tercios recibieron una A o B. Aunque esos estudiantes probablemente prosperarían en una escuela de la Ivy League, pocos de ellos tendrán la oportunidad.
La mayoría de las empresas en las que la demanda supera con creces la oferta aprovecharían la oportunidad para expandirse. Un puñado de universidades públicas han hecho precisamente eso.
Esta es una idea revolucionaria: una universidad privada de primer nivel como Princeton o Yale debería abrir un nuevo campus.
Instituciones como estas, que protegen su reputación, temen que si dan un paso tan audaz, su prestigio como moneda del reino se resentiría. Sin embargo, si Harvard-San Diego fuera realmente un clon de la nave nodriza, como bien podría ser, es difícil ver cómo la universidad estaría peor. Por el contrario, debido a que adquiriría lo que los economistas llaman la ventaja de ser el primero en moverse, sería enaltecido.
Las universidades de primer nivel no se promocionan a sí mismas como avatares de exclusividad. Si les toma la palabra, su llamado es educar a los mejores y más brillantes para promover lo que la declaración de misión de la Universidad de Stanford llama “el bienestar público”. Educar a más estudiantes que se beneficiarían de esa oportunidad, sin modificar el comportamiento de la oficina de admisiones, es una forma de realizar esa misión.
–Glosado y editado–
© The New York Times
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