Una de las principales causas de nuestro atraso económico y social puede atribuirse a nuestra reducida productividad y rendimiento microsocial. Lo que en buena medida puede deberse, entre otros factores, a lo que los psicólogos behavioristas han bautizado técnicamente como procrastinación, tendencia a retrasar actividades importantes con metas relativamente precisas en el tiempo. Este es un fenómeno consuetudinario de nuestro comportamiento individual que tiene efectos micropsicológicos y macroeconómicos perjudiciales.
Nuestra tendencia habitual a postergar tareas importantes, realizando –a cambio– trabajos de poca importancia o menos estresantes, a la larga afecta para mal las acciones de la vida diaria personal, alcanzando hasta a un 50% de la población. Todos caemos en esta anomalía de vez en cuando. Sin embargo, si llega a ser permanente, se convierte en patología y, como tal, en trabajo para psiquiatras.
Son bien conocidos los casos paradigmáticos de procrastinación: los burócratas que dicen que “pronto” aprobarán todos los trámites pendientes, ministros y congresistas que juran que “en pocos días” aprobarán una ley para resolver el problema de la inseguridad ciudadana, los policías de tránsito que se comprometen –“desde mañana”– a no cobrar nunca más coima alguna, etc.
Se sabe que son pocos los que cumplen esas metas y muchos los que postergan –una y otra vez– la meta autoimpuesta (entre 15% y 20% de los mayores de edad). Y nótese que quienes sufrimos de ‘postergacionitis’ siempre tenemos una excusa supuestamente bien justificada para demorar o incumplir lo propuesto. Como tal es parte sustancial de nuestra “cultura nacional”. Las causas de esta anomalía son diversas: falta de autocontrol, autosobrevaluación, débil voluntad, temor al fracaso, irresponsabilidad, autoengaño, inestabilidad emocional o una combinación de varios.
Son dos las opciones –desde extremos opuestos– para acabar con la procrastinación. La más adecuada ha sido detectada por el psicólogo Dan Ariely para el caso de la elaboración de monografías por parte de estudiantes universitarios. A base de sus experimentos, se concluye que el mejor método consiste en que los estudiantes presenten dos o tres avances del trabajo a lo largo del semestre. Los que respetaban esta norma por etapas obtenían la mejor nota y los que elaboraban y presentaban el trabajo a última hora pasaban con las justas. Este principio de cumplir lo propuesto “por etapas”, más que “de golpe”, es perfectamente aplicable a la mayoría de casos en que nos amenaza la procrastinación.
Un método más cruel, en apariencia exitosamente comprobado, consiste en ajustar a quienes han caído en la ‘postergacionitis’ una pulsera parecida a un reloj, que se conoce como Pavlok (en honor al fisiólogo ruso Iván Pavlov). Según los hábitos o comportamientos que uno quiere modificar, ese aparato le avisará si no está cumpliendo su promesa. Primero le advierte de su retraso con una vibración (un ‘rin-rin’ o ‘pip-pip’), cuyo sonido va aumentando a medida que se reduce el tiempo para cumplir la autopromesa. Si ello no funciona, le propina automáticamente un electroshock que puede pasar paulatinamente de 50 voltios hasta los 340 [sic]. Este artefacto costará US$200 cuando salga al mercado a mediados del próximo año. Ya se han ordenado mil pedidos, aunque usted no lo crea.