El Poder Ejecutivo ha aprobado–mediante un decreto de urgencia– una ley de control previo de fusiones. Esta norma lleva discutiéndose, al menos, unos veinte años. En los últimos años, los entusiastas de esta norma han incluido un nuevo argumento. Para ellos, solo es posible entrar al ‘club de países ricos’, que significaría la OCDE, si tenemos los mismos estándares de evaluación de conductas potencialmente dañinas a la competencia; i.e., si tenemos control de fusiones. También se dice que muchos países desarrollados –especialmente EE.UU., de donde hemos importado nuestro modelo de represión de conductas anticompetitivas– tienen algún tipo de control previo de fusiones. Finalmente, se dice que nuestro sistema de control está cojo, si solo se combaten conductas efectivamente anti-competitivas, pero no se previene la concentración empresarial.
Sobre el primer punto, la ‘primavera chilena’ nos ha enseñado que no es ninguna garantía pertenecer a la OCDE. Además de ser costoso –por el cumplimiento de estándares lejanos a nuestra realidad–, nos pone en una posición complicada en términos de los países con los que se nos compararía en el futuro. Fuera de esto, también hay que decir que, contrariamente a la opinión difundida, incluso por expertos, la OCDE en ningún caso pone como requisito tener un control de fusiones. Simplemente recomendó al Perú evaluarlo. Dictar esta norma apresuradamente –mediante un decreto de urgencia–, luego de cerrar el Congreso en una maniobra que ha sido ampliamente discutida por su constitucionalidad, creo que nos aleja más del primer mundo que simplemente no tener una norma como la que nos ocupa.
Sobre el segundo punto, si bien EE.UU. tiene control previo de fusiones desde hace más de cien años, eso tampoco es garantía de nada. El control previo en EE.UU. ha sido ampliamente criticado por expertos, por no lograr sus objetivos. De hecho, el profesor Kwoka, en un metaanálisis en el que revisó en retrospectiva las decisiones sobre fusiones publicado en el 2013, llegó a la conclusión de que hubo más errores que aciertos. En resumen, se aprobaron fusiones que debieron prohibirse y se prohibieron fusiones que hubieran sido ventajosas para los consumidores.
Sobre el tercer y último punto, actualmente Indecopi cuenta con herramientas para luchar contra conductas que son ampliamente aceptadas como negativas para el mercado, como son las concertaciones de precios. Sin embargo, lo hace a medias, ya que muchas veces no llega a sancionar porque se le pasa el plazo para la investigación. Esto ocurre por falta de capital humano y recursos para hacer seguimiento a casos de gran envergadura, que involucran minuciosas investigaciones legales y económicas, con miles de documentos y decenas de empresas involucradas. ¿A ese Indecopi desbordado le queremos dar la tarea de controlar operaciones empresariales de cientos de millones de dólares? Si tenemos que elegir entre destinar recursos a sancionar conductas que afectan el mercado o a especular sobre si ciertas operaciones afectarán o no a los consumidores en el futuro, la elección no es difícil.
Adicionalmente, debemos tomar en cuenta que la principal traba a la competencia en el Perú es el propio Estado. Tome el ejemplo de las farmacias y el precio de los medicamentos –que habitualmente se usa para justificar una ley de fusiones–. Los medicamentos gozan de patentes por veinte años; luego de una prohibición de publicidad –en el caso de los que requieren receta médica– que imposibilita la competencia por precios; y, finalmente, existen trabas para la importación y venta de genéricos y biosimilares más baratos. Luego de todas esas trabas, gigantes y estatales, a la competencia, ¿tenemos el desparpajo de decir que son los privados los que –con sus acciones– la restringen?
En definitiva, no hay fórmulas mágicas ni papeles publicados en “El Peruano” que nos pongan en el primer mundo. El camino es más complicado: luchar contra el mercantilismo que crea normas que restringen la competencia es mucho más difícil que echarle la culpa a las empresas que se fusionan.