Lejanos están los días en los que el presidente Fernando Belaunde se refirió, en Punta del Este, a “la historia elocuente y gloriosa del Uruguay”. Y tenía mucha razón. Es el país de Artigas y de políticos descollantes como Batlle, Herrera, Mujica e, incluso, el actual presidente Tabaré Vázquez, distinguido hombre de ciencia, cuyo estilo parco y austero le ha ganado el respeto de la comunidad internacional.
Hoy en día, entre los países latinoamericanos, el Uruguay es considerado el país menos corrupto y más pacífico. Goza de un elevado ingreso per cápita y es, por decir lo menos, ejemplar. Su vocación democrática y su respeto a los derechos humanos son legendarios, junto con su perfil internacional relativamente bajo, lo que constituye un arte difícil de practicar para un país exitoso.
Por eso, sorprendió mucho algo ocurrido a fines de 1996, cuando el país que había sido conocido como la “Suiza de América” fue protagonista de un caso que afectó muy seriamente los intereses del Perú.
En efecto, hoy que se da una situación de público conocimiento y que presenta, una vez más, un potencial crítico para las relaciones entre los dos países, cabe refrescar nuestra memoria colectiva y tener presente la inconsecuencia que las autoridades orientales de aquella época tuvieron con el Perú.
Y así fue. En diciembre de 1996 se había producido en Lima la toma de la Embajada de Japón en una violenta acción terrorista a cargo del MRTA que implicó el secuestro de una gran cantidad de personas que asistían a una recepción por el día nacional de ese país. Una de ellas era el embajador uruguayo, entre varios embajadores de distintos países, revelándose de inmediato que en Bolivia y Uruguay había elementos de esa organización cuya extradición solicitaba el Perú. Y en ese contexto, quien lideraba el grupo atacante solicitó a ambos países la liberación de esas personas lo que implicaría, a su vez, la de los respectivos embajadores privados de su libertad.
En lo que respecta a Bolivia, el gobierno de ese país se abstuvo de proceder en ese sentido, hecho que, por lo demás, hubiera estado reñido con cualquier sistema democrático, ya que un Poder Ejecutivo está jurídicamente impedido de interferir con la justicia por la separación de poderes. Como consecuencia de esto, el entonces embajador de Bolivia, Jorge Gumucio, debió permanecer ‘sine die’ en su condición de rehén sin hacerse acreedor a la concesión que el MRTA ofrecía.
A cambio de eso, Gumucio siempre ha sido recordado como un grato amigo del Perú y su coraje no se olvida, así como la consecuencia del Gobierno Boliviano de aquel entonces. Los peruanos somos un pueblo agradecido.
El Uruguay, en cambio, tuvo un curioso proceder, ya que en un encuentro navideño en el que participaba el propio presidente en aquella época, Julio María Sanguinetti, y otras autoridades del Estado, se decidió colectivamente que la justicia uruguaya actúe de inmediato, festinando todo trámite, y que se dictamine la liberación de la pareja de emerretistas que estaban detenidos a la espera de que se dictaminara su extradición al Perú.
Fue interesante comprobar, entonces, la capacidad del Gobierno Uruguayo de concertar el hecho con las autoridades judiciales que a través de un tribunal de apelaciones dieron veloz cumplimiento a un acuerdo claramente reñido con las prácticas de un país democrático.
Esto, ciertamente, no solo afectó el manejo uniforme de una estrategia para lograr una solución, sino que, además, ponía en riesgo indirectamente la seguridad de los rehenes en unos días llenos de angustia.
Fue penoso, por decir lo menos, ver al embajador uruguayo Tabaré Bocalandro Yapeyú abandonar la Embajada del Japón, en una actitud que transmitía una vergüenza inefable, y luego salir del Perú para nunca más volver. Y lo más indescriptible fue que, a su llegada a Montevideo, lo esperaba el canciller Álvaro Ramos que lo recibió como un héroe en la escalinata del avión en un acto que obviamente era, como diría Mario Vargas Llosa, una “insigne huachafería”.
Es una lástima que hayamos tenido que recordar este penoso incidente, pero la simple posibilidad de que el Uruguay de hoy, el país de Benedetti y de Galeano, el país donde brilló nuestro grandioso Juan Joya, se permita proclamar con hechos que en el Perú hay persecución política o está en duda la separación de poderes no solo faltaría a la verdad, sino que constituiría una ofensa a nuestra inteligencia y a nuestro país como nación.
Pero aún en esa eventualidad la comunidad internacional no pondría en tela de juicio la plena vigencia del Estado de derecho en el Perú. Lo que sí quedaría en entredicho, una vez más, es el poco respeto que el Perú merecería de las autoridades del país oriental, algo que en estos momentos es, afortunadamente, una mera suposición.