En los últimos años, la degradación en las actividades de inteligencia se ha hecho más que evidente en nuestro país, aunque ello no escapa, ciertamente, a la realidad de la región andina.
Las actividades de ‘reglaje’ –argot de las organizaciones terroristas peruanas– supuestamente realizadas en contra de diversos funcionarios de muy alto nivel del Ministerio de Defensa (Mindef) habrían consistido en su observación, vigilancia y seguimiento. Se trata de procedimientos muy elementales de inteligencia, que se habrían dado en un aparente contexto de pugnas internas por empoderarse en esa cartera ministerial, ceses abruptos de personal, decisiones políticas e institucionales que afectan la influencia de ciertos sectores militares (que se resisten a las reformas), o proyecciones políticas por parte de autoridades que hoy están en el ministerio.
Desde luego que también existe una cuota de ingenuidad y falta de conciencia de seguridad en ciertos funcionarios –particularmente quienes tienen acceso a información clasificada–. Por simple torpeza o negligencia, al no tomar medidas mínimas de seguridad personal en sus rutinas y desplazamientos públicos, estas personas son presas fáciles de seguimientos que pueden ser mucho menos elaborados de lo que aparentan. El efecto mediático genera complicados problemas al gobierno, particularmente si los casos son relacionados con la triste y célebre historia del SIN, el efímero Consejo Nacional de Inteligencia y la propia Dirección Nacional de Inteligencia.
Luego de una laxa legislación en la década de 1990 para el SIN, los gobiernos de Valentín Paniagua y Alejandro Toledo promulgaron leyes de inteligencia con énfasis en el control y fiscalización. Por ejemplo, desde el Congreso vía la Comisión Ordinaria de Inteligencia y en el Poder Judicial fueron autorizadas “operaciones especiales” que suspendieron temporalmente derechos fundamentales a la inviolabilidad de las comunicaciones a diversas personas debido a amenazas concretas contra la seguridad nacional. Esto último, sin embargo, no parece ser el caso de los funcionarios del Mindef que habrían sufrido los seguimientos. Más aun cuando existe un sistema de inteligencia (que incluye a militares y a policías) institucionalmente maniatado por su pasado y temeroso por las graves consecuencias que podrían derivarse de una ejecución de acciones intrusivas de alto calibre (como seguir a funcionarios sin una fundamentación razonable).
En la década de 1990 el Estado mantuvo el monopolio de la inteligencia, pero a principios del presente siglo se produjo una tercerización (contrariando el carácter excepcional y herramienta estatal que es la actividad de inteligencia). No es casual, entonces, la proliferación de empresas privadas que bajo cubiertas de fachada ofrecen servicios de obtención de información para diversos fines y clientes. Es la inteligencia paralela que acude al reclutamiento de personal de inteligencia cesado y reciclado del Estado, con conocimientos pertinentes.
Esta inteligencia frisa la delgada línea entre la legalidad e ilegalidad en la búsqueda de información (relevante o no). Pese a ello, el Decreto Legislativo 1141 del 2012 señala procedimientos especiales de búsqueda de información, los que requieren de autorización del Poder Judicial, vía jueces superiores ad hoc designados por la Corte Suprema. Asimismo, la Ley 30535, de enero del 2017, otorga un rol “estratégico” sobre lo operativo a la DINI, pero no es necesariamente una solución frente a la privatización de la inteligencia (que podría estar tras los seguimientos recientes en el sector Defensa).
Lo que sigue en cuanto a investigar lo acusado por el ministro de Defensa está en manos de la Comisión de Inteligencia del Congreso, que deberá determinar y desbrozar responsabilidades, límites y la legalidad de esta compleja trama.