En estos días, en España, a propósito del tema catalán, se está hablando mucho de la Constitución y de cómo esta se constituye en un impedimento (o garantía, según se vea) para las pretensiones independentistas y la desmembración del país ibérico.
La decisión de llevar a cabo un referéndum vinculante políticamente en Cataluña, que defina su futuro en la Unión, solo puede recaer –según se interpreta el texto constitucional– en el soberano, que es el pueblo español en su conjunto y no en una facción de este. Superar aquel escollo constitucional que perpetúa la “indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, no será, pues, tarea sencilla, ya que se requiere de una apabullante mayoría que supere, primero, los tres quintos de cada una de las cámaras para presentar el proyecto de reforma; luego, los dos tercios de cada una de ellas para aprobarlo, más la disolución de las mismas y la ratificación por las nuevas cámaras, por mayoría de dos tercios, más un referéndum, amén de sortear los escollos políticos que el tema genera. O sea, casi un imposible.
Desde James Bryce (Oxford, 1901) se habla del concepto de “constituciones rígidas”, que presentan para su reforma un procedimiento diferente que si se tratara de la modificación de una ley ordinaria. Tras la idea de rigidez se hace patente la intención de preservar algunos bienes jurídicos preciados por la comunidad –derechos, principios, reglas– del juego de mayorías coyunturales y del desgaste de la política diaria.
Una Constitución rígida tiene sus riesgos. Por ejemplo, que la realidad la rebase. La Carta Magna puede ser un dique de contención, pero no por mucho tiempo si el caudal del río aumenta. Las grandes controversias del país deben encontrar un cauce habitual de solución en la política y no en la Constitución. Esta solo expresa un consenso de mínimos y no de máximos, por lo que solo debería apelarse a ella como última razón, y cuando la misma ofrezca una solución clara del asunto controvertido. Abusar de la Constitución para impedir cambios políticos puede ser contraproducente para la democracia y el Estado constitucional de derecho.
La preservación y vigencia de una Constitución en el tiempo depende de lo participativo e incluyente que haya sido el proceso al momento de elaborarla. Sus custodios son los jueces, pero quien garantiza su supervivencia es la gente, que la siente y hace suya.
En el Perú, la Constitución de 1993 prevé también un procedimiento agravado para la reforma (artículo 206). Se requiere, para aprobarla, mayoría absoluta del número legal de congresistas, ratificada por referéndum, o, de omitirse este, acuerdo del Congreso en dos legislaturas ordinarias sucesivas con votación superior a los dos tercios del número legal de sus miembros.
La agenda de la reforma constitucional en el Perú no parece clara ni consensuada entre muchos, tal vez, por esto último, tampoco exigida en las calles: ¿redefinir el rol del Estado en la economía? ¿Voto facultativo? ¿Bicameralidad? ¿Relación con la Iglesia Católica? ¿Otorgar la condición de órgano autónomo a alguna dependencia pública? ¿Referenciar a organismos reguladores? Lo cierto es que, más que un problema de rigidez, los promotores de reformas en el Perú deben enfrentar primero el problema del inmovilismo social y el desinterés por lo político.
Pueda que se aproxime el tiempo para propiciar reformas y actualizar el texto fundamental, pero, a mi juicio, más urge que llegue el tiempo en que la gente sienta como suya la Constitución.