La candidatura de Donald Trump en Estados Unidos ha revivido el debate sobre el rol del financiamiento de las campañas electorales y su regulación. La naturaleza de la regulación de las campañas electorales en ese país es la que le permite a Trump, por un lado, autofinanciar su campaña y, por otro, gastar una cantidad ilimitada de dinero en ella.
Más generalmente, al margen del caso de Trump, las consecuencias de una regulación laxa en cuanto a contribuciones y gastos en campañas electorales no son claras, al menos a la luz de los resultados obtenidos por la literatura en economía política.
En un trabajo publicado en 1994, Steve Levitt analiza el impacto de los gastos de campaña en los resultados electorales en elecciones generales, encontrando que el monto total gastado no tiene gran relevancia a la hora de decidir una elección. Sin embargo, encuentra que establecer un límite al monto gastado puede ser socialmente deseable al reducir el exceso de gasto que una campaña sin límites puede generar.
Existe, de todas maneras, un argumento importante para descartar límites a los gastos en campaña: el riesgo de generar una ventaja para aquellos candidatos que sean los titulares del cargo a disputar (‘incumbency advantage’). En tanto cuentan con los recursos del cargo que ostentan para ejercer una campaña extraoficial, un límite a los gastos de campaña sería perjudicial solamente para sus competidores que no cuentan con acceso a dichos recursos. A esta conclusión también llegan Pastine y Pastine (2012), que presentan un modelo teórico que estudia el rol de los límites al gasto de campaña en la ‘incumbency advantage’.
De todas maneras matizan sus conclusiones para aquellas campañas en que ninguno de los candidatos ocupa actualmente el cargo (‘open-seat campaigns’): en esos casos el establecimiento de un límite de gastos puede ser eficiente en tanto permite que aquellos postulantes que sean más efectivos en capturar el interés de los electores mejoren sus probabilidades de ser elegidos.
El estudio del financiamiento de las campañas electorales ha estado focalizado, sobre todo, en las experiencias de países desarrollados y, en particular, de Estados Unidos, donde la disponibilidad de datos es abundante.
¿Qué se puede decir respecto al caso de países en desarrollo? Al tratarse, en general, de sociedades más desiguales, un trabajo interesante es el de Bugarin y otros (2008): allí se presenta un modelo de competencia electoral en que lobbies que representan a grupos de interés contribuyen a la campaña de los distintos candidatos.
La conclusión a la que llegan los autores es que en sociedades muy desiguales las preferencias de la mayoría del electorado y de los grupos de interés se encuentran muy alejadas entre sí y, por lo tanto, los lobbies deben contribuir con cantidades importantes de dinero para cerrar esa brecha en la campaña electoral.
En consecuencia, los gastos totales de una campaña en una sociedad desigual se vuelven mucho mayores que en una sociedad más igualitaria. Este resultado nos lleva a pensar, por lo tanto, que los límites al gasto en campañas pueden volverse relevantes a la hora de impedir que candidatos con posiciones cercanas a grupos de interés y lejos de las preferencias mayoritarias ganen las elecciones.