(Ilustración:Giovanni Tazza)
(Ilustración:Giovanni Tazza)
Elda Cantú

En época mundialista abusamos del fútbol como metáfora. Gastamos tanto tiempo, esfuerzo y dinero en el Mundial (por lo menos S/350 costaba llenar de figuritas el álbum, y algunas personas han gastado S/28 mil para viajar a Rusia) que nos gusta pensar que el deporte sirve para aprender algo sobre otra cosa.

En su libro “El mundo en un balón. Cómo entender la globalización a través del fútbol”, el escritor Franklin Foer utiliza el deporte para explicar a los estadounidenses el nacionalismo, las guerras culturales, la corrupción y la nueva oligarquía, y observa que aunque la del fútbol es la economía más avanzada de la globalización, no ha conseguido borrar antiguos tribalismos.

Este año el fútbol ha sido una plataforma gigante para subrayar la desigualdad de género dentro y fuera de la cancha: envueltas en hijabs, las activistas iraníes denunciaron en Rusia que en su país tienen prohibido ir a los estadios. Horas después, entraban a las gradas por primera vez en 37 años para ver el partido Irán-España en pantalla gigante.

Si para Shakespeare el mundo era un gran escenario, hoy el planeta –calles, aulas, Congreso, diarios incluidos– no parece ser más que una gran cancha de fútbol.

Durante el Mundial del 2006 en Alemania, Kofi Annan –entonces secretario general de las Naciones Unidas– escribió una columna en la que enumeraba los motivos por los que la ONU envidiaba a la FIFA. Decía que esta era más incluyente, relevante, interesante y efectiva que la gran familia de naciones, y que la Copa del Mundo hace un mejor trabajo para igualar el piso en el que compiten países dispares sin otra cosa que su talento y que los ires y venires transcontinentales de los jugadores eran una prueba fehaciente de las virtudes de acoger migrantes. Después de los escándalos de corrupción de la FIFA, es seguro que el señor Annan hoy no demostraría tanto entusiasmo, pero la idea es esa: el Mundial hermana y nos acerca. ¿Hay datos que lo confirmen más allá de la emoción de llevar una camiseta y comerse las uñas frente al televisor?

Andrew Bertoli es un politólogo de la Universidad de Darmouth que diseñó un experimento para establecer los efectos del nacionalismo en el comportamiento de los países. Construyó una base de datos con resultados de las clasificaciones al Mundial desde 1958 hasta el 2010. Encontró que los países que con las justas clasificaron (por dos puntos o menos) para la Copa del Mundo eran más propensos al conflicto que los que no clasificaron por igual diferencia de puntos. Después de ganar su participación en la Copa del Mundo, estos países aumentaban su participación militar y emprendían más hostilidades contra otras naciones. Según estos descubrimientos, el boleto a Rusia podría envalentonarnos al extremo del conflicto.

Pero si clasificar al Mundial pudiera volvernos unos cretinos ante el resto del mundo, ganar partidos mejoraría las cosas en casa. Tres economistas examinaron datos de 24 naciones de África subsahariana y encontraron que después de una victoria futbolística internacional las personas se sentían más identificadas con su país que con su grupo étnico o religioso, y caían los índices de violencia. Ojo, el entusiasmo no se traducía ni en optimismo económico ni en apoyo al gobierno de turno, pero sí en una mayor confianza hacia el prójimo. El efecto prevalece durante meses, según Emilio Depetris-Chauvin de la Universidad Católica de Chile y sus colegas en Barcelona y Estados Unidos, y podría aprovecharse en la formulación de políticas públicas que se benefician de la participación emocional de los ciudadanos para promover cambios culturales o políticos duraderos.

El resultado de ayer, aunque decepcionante, nos permite imaginar que este Mundial nos deja con un pequeño capital social para emprender el resto del año. Pensemos cómo.