Muchos quisiéramos que la política se tratase de discusiones y decisiones racionales. Que, ante cada nueva elección, las personas evaluásemos con cuidado cada candidatura y la calidad de sus propuestas. Y que, luego, votásemos conforme a ese análisis.
Algunos incluso actúan conforme a esa expectativa ideal, solo para verse perpetuamente decepcionados. Lo cierto es que la gente no vota así en ninguna democracia del mundo. Ni siquiera en las más funcionales. Y ciertamente no en el Perú, por lo que frustrarse cada elección porque no ganó la candidatura con el mejor plan no tiene caso.
Lo que sí tiene caso es estudiar qué funciona y qué no en nuestro sistema democrático actual y –considerando nuestra propia realidad y experiencia– pensar en qué ajustes podríamos hacerle que ayuden a lograr una mejor estabilidad política y económica, así como una mejor democracia. Claro que hacer un solo cambio difícilmente logre mucho. Se deben hacer varios ajustes a la vez. Dicho esto, uno de esos posibles ajustes que deberíamos considerar más es la posibilidad de abandonar el sistema presidencial.
La doble legitimidad implícita en nuestro sistema actual (presidente y Congreso elegidos directamente) facilita que, cada vez que un gobierno no tenga una mayoría legislativa, surjan crisis de las que luego es difícil salir, por el período rígido de cinco años. Esto empeoró desde que la vacancia presidencial y la disolución congresal se utilizaron y dejaron de verse como instrumentos excepcionales.
En los países con formas de gobierno parlamentario este problema suele atenderse acudiendo a elecciones que pueden convocarse en cualquier momento. Así, es la propia ciudadanía la que resuelve la crisis, definiendo si respalda la posición del gobierno, de la oposición o alguna otra. Sigue tratándose de un mecanismo excepcional, pero uno que al menos permite que, ante una crisis muy grave, haya una forma de salir que no exija reformar la Constitución, como ocurre en nuestro caso.
Adoptar un sistema parlamentario aquí, sin embargo, podría ser un cambio muy traumático, considerando nuestra historia. Por ello, una alternativa es adoptar un modelo semipresidencial, similar al de Francia o Portugal, aunque ajustado a nuestro contexto. En esos países, si bien se elige un presidente, este es sobre todo jefe del Estado (representante de la nación), pero no el principal jefe del Gobierno. En cambio, quien dirige el gobierno es un primer ministro designado por el presidente, pero que necesita de la confianza de la mayoría del Parlamento para gobernar.
Así, adoptar un modelo semipresidencial en el Perú implicaría seguir eligiendo a un presidente, pero que le restemos poder. Y que le demos más poder a la actual figura del presidente del Consejo de Ministros, para la que podríamos repensar qué requisitos exigir. Nuestro sistema ya tiene varios elementos que son propios de los sistemas parlamentarios o semipresidenciales, por lo que este cambio no sería particularmente traumático.
Es iluso seguir esperando a elegir un presidente ideal. Lo real es que, en el Perú, cualquiera podría convertirse en presidente. Sería mejor anticiparnos al próximo ‘accidente’. La gente seguirá votando por motivos emocionales. Por quien mejor los represente. Quizá entonces tenga sentido cambiar nuestro diseño constitucional para continuar eligiendo a un presidente, pero que deba ocuparse más de su rol de representación nacional e internacional. Y que pase a ser más bien un primer ministro o primera ministra con la confianza del Congreso, para quien podríamos exigir más requisitos, quien deba conducir el gobierno.