Las personas blancas que eran ajenas al peor tipo de opresión racial vieron destrozada su ignorancia con las imágenes del policía que mató a George Floyd.
La presa estalló, la realidad se precipitó y una masa crítica de blancos y otros finalmente vio, oyó y sintió a los negros como nunca. De repente, todos prestan atención, declarando en voz alta su apoyo y su compromiso con el antirracismo, casi como para compensar el tiempo que han estado en negación o en silencio.
Desafortunadamente, la nueva conciencia blanca sobre las vidas negras, aunque significativa y alentadora, no es un final, sino un comienzo. Reconocer que los negros importan tanto como los demás solo es reconocer lo que siempre ha sido cierto. Es un paso hacia el progreso, no el progreso mismo.
Pasar del entusiasmo actual a realizar el millón de cosas que hay que hacer para corregir el racismo sistémico, será desalentador, sobre todo porque no tiene precedentes.
El último esfuerzo a gran escala destinado a mejorar la vida de los negros fue la lucha contra la pobreza en los años 60, y la reacción entonces fue rápida e implacable. Los críticos de esta lucha no se opusieron solo al dinero gastado; se opusieron a la idea de ayudar a los negros porque no valía la pena ayudarlos. La idea de que el bienestar de los negros no valía tanto se convirtió en algo tan incrustado en nuestra vida política que dejamos de verla. Ahora está volviendo a enfocarse.
Ha tomado mucho tiempo concentrarse. Es aleccionador darse cuenta de que el mensaje de referencia de la vida de los negros ha estado funcionando durante generaciones, desde la angustiada pregunta de Sojourner Truth (“¿No soy una mujer?”) en 1851 al Black Lives Matter en el 2013.
Una y otra vez, los negros han afirmado la verdad simple, pero radical, de su propia humanidad, y una y otra vez, Estados Unidos no los ha escuchado. Los afroamericanos mantuvieron el mensaje porque tuvieron que hacerlo: siempre han sabido que es el primer paso en nuestro proceso nacional de reparación del racismo y, como cualquier persona puede dar fe, no se puede progresar con los pasos más altos hasta dar bien el primero.
Nuestra recuperación, además, se ha complicado por nuestra adicción como sociedad a la injusticia: desde la esclavitud hasta los linchamientos, la segregación y la brutalidad policial. Ahora que estamos reconociendo ese fracaso, las cosas parecen estar cambiando.
Pero, ¿podemos cambiar? La historia y la cultura están en contra. Otra de nuestras grandes adicciones nacionales es la conveniencia. El racismo es una forma de conveniencia, en el sentido de que está diseñado para facilitar la vida de sus beneficiarios. También lo es el privilegio blanco: el fenómeno de no tener que pensar en los costos de la opresión o en los negros en absoluto.
El antirracismo requiere lo contrario: compromiso. Estamos empezando a verlo en las demandas de reformas policiales y en el creciente rechazo blanco de los símbolos de la opresión blanca como los monumentos y banderas confederadas.
Pero este es el primer paso. Ser verdaderamente antirracista requerirá que los blancos se vean incomodados por las nuevas políticas y prácticas que afectan la vida cotidiana de todos. Una cosa es declarar apoyo al Black Lives Matter con un letrero y otra muy distinta dejar de verse a uno mismo y a las personas como uno como el centro moral del universo.
Sin embargo, mi parte más optimista me dice que podría ser que lo que ha durado tanto tiempo se está desvaneciendo. Podría ser que la última afirmación negra de “Estamos aquí” será la que rompa con la fuerza acumulada de años de tales afirmaciones. Si eso sucede, el camino hacia la recuperación no será solo un ideal, sino una línea recta que realmente podemos ver.
–Glosado y editado–
© The New York Times