Nuestro prolongado descenso hacia el subdesarrollo institucional ha alcanzado un nuevo mínimo: los ciudadanos ya no sabemos si votaremos en el 2020 o el 2021. Una característica fundamentalísima de la democracia es que el calendario electoral sea conocido y predecible. Este hecho básico ahora está sujeto a la lucha sin cuartel entre dos poderes del Estado. Es decir, aquí las reglas ya no arbitran a los jugadores, sino que el juego consiste en que estos las jaloneen según sus conveniencias, convicciones o premuras. Para cualquier democracia es una desgracia oír a un funcionario explicándonos el sinfín de modificaciones legales que habrán de realizarse para que, ojalá, las elecciones se realicen en una fecha no prevista legalmente.
Si analizamos este entrampamiento como una foto, diríamos que el gobierno jugó mal sus fichas. En términos de percepción pública, su interés por la reforma política fue sinuoso. Cuando conformó la comisión Tuesta, parecía estar embalado. Luego metieron el freno; después, el embrague dubitativo. El primer ministro afirmaba que se avanzaba con el Congreso, pero al día siguiente el presidente denunciaba la esterilidad. Y entonces se hizo cuestión de confianza. Es natural que uno se pregunte a qué se debieron las idas y venidas. A esto siguieron errores. Simultáneamente, se ventilaron amenazas de cierre de Congreso con un pedido de confianza que, aun si se recibía en junio, el gobierno recién evaluaría si la consideraba otorgada en julio. Para hacer las cosas más enrevesadas, se evaluaría si lo promulgado respetaba la “esencia” de las propuestas. (Que los filósofos son quienes se dedican a la esencia de las cosas lo escribió Platón hace 2.500 años. Y en nuestra política no hay filósofos).
Es decir, el gobierno preparó mal su terreno. Finalmente, percibió –correctamente– que sus reformas habían sido bastardeadas. Pero había rayado la cancha de tal manera que carecía del músculo político y constitucional para disolver el Congreso. Quedó atrapado en un dilema autogenerado: hacerse el loco y convertirse en ‘cosito’ redimido, o cumplir la amenaza de disolución e ingresar a un túnel peligroso legal y políticamente. En el corto plazo, entonces, la fórmula “nos vamos todos” es, en buena medida, la solución que el gobierno encontró a sus propias torpezas.
Pero el análisis de la crisis actual en clave de foto es incompleto. La crisis actual debe tratarse, también, como una película. Una que, en homenaje a Ridley Scott, llamaremos “Los duelistas”. Estos son el Ejecutivo y el Legislativo. Uno podría remontar su trama a nuestra historia republicana donde este tipo de desbalance dio siempre lugar a crisis mayores, pero no tenemos espacio para eso.
La temporada más reciente de “Los duelistas” arranca cuando Keiko Fujimori decide boicotear el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. No quiso saludar su triunfo, con un batallón de 73 congresistas juró que legislaría su plan de gobierno directamente –es decir, obviaría al presidente electo– y, finalmente, algunos meses después, al igual que muchos líderes populistas, disparó a matar contra el régimen democrático afirmando sin prueba alguna que PPK había ganado gracias a un fraude.
Lo que vino luego puede resumirse como el ejercicio imparable de la arbitrariedad. De un lado, se dedicó a atormentar a un Ejecutivo que, aun siendo inepto, sufrió un embate político descarnado. Pero más grave aun que la virulencia contra el gobierno fue el ataque contra la democracia. Se abocaron a alterar las reglas del régimen político a su favor: procuraron reinterpretar la cuestión de confianza y la censura, promulgaron leyes antitránsfuga, intentaron controlar los medios de prensa, buscaron introducir nuevos requisitos para dificultar candidaturas presidenciales, etc…
A esto se sumó una intolerable cercanía con intereses ilegales. No hablemos ya de la reiterada vocación de impedir la regulación de actividades legales, como universidades dedicadas a estafar a estudiantes, o a proteger al edificante sector de los tragamonedas. No. Hablamos de la indisimulada tarea de petardear los intentos de hacer más efectiva la investigación de crímenes financieros u oponerse a que cooperativas que a todas luces lavan dinero del narcotráfico fuesen reguladas. Y, sobre esto, descubrimos el contubernio entre Chávarrys, Toñitos Camayos, Hinostrozas, los tribunos de la ‘señora K’ y un enmarañado etcétera. La agenda del fujimorismo en estos tres años, en resumen, ha consistido en el boicot simultáneo de tres frentes institucionales: el Ejecutivo, la democracia y el Estado de derecho.
Así, el gobierno no ha inventado esta salida poco feliz para la democracia. Es una reacción a un Congreso que ha venido manoseando a su conveniencia la institucionalidad. Y cuando el Ejecutivo leyó el pronunciamiento de Pedro Olaechea al ser elegido presidente del Congreso, donde reeditaba la belicosidad de Keiko tres años antes proponiendo que ellos solitos legislarían sus prioridades, el Gobierno dijo: “Hasta aquí nomás”. Revertir la desconfianza requería un gesto importante de consenso, no un nuevo reto a duelo.
La vía por la que ha optado el gobierno no me gusta. Ha dictaminado su propio fin de la historia. Pero ya estamos aquí. Los hombres hacen la historia, pero bajo condiciones que no han elegido (así habló Carlitos). Constitucionalmente, la propuesta es intachable. Políticamente, el presidente lanzó su misil y ningún líder en el mundo abortaría semejante operación una vez comenzada. Por lo tanto, el principio de realidad nos dice que estamos ante un escenario consumado.
¿Qué hacer? Para responder debemos entender los cambios en el contexto político y las propuestas que los duelistas postulan para lidiar con ellos. Primero, el contexto. Este queda prefigurado por la actuación del fujimorismo ya descrita y que acarreó un rechazo masivo. Un rechazo que es, en realidad, uno contra un sistema de justicia y de representación política que son una porquería. Debido a Odebrecht y los audios judiciales, cambió el ánimo de la gente frente a la corrupción. Y cuando el 28 de julio del 2018 Vizcarra anunció su intención de reformar la justicia y la política, le dio representación a esa indignación social.
Desde entonces, asistimos a una pelea entre quienes defienden el statu quo y quienes buscan cambiarlo. El fujimorismo y sus satélites luchan por mantener la institucionalidad que ha segregado este país roto moralmente; mientras el Ejecutivo ha representado el interés por reformarla. Y el fujimorismo ha perdido por goleada. Si comparamos los resultados obtenidos por Keiko Fujimori en Tumbes, Piura y Ucayali (sus tres mejores plazas) en la primera vuelta del 2016 y los que recibió la propuesta de Vizcarra en el referéndum del 2018 encontramos que la voltereta política del país ha sido mayúscula. En ellos, el fujimorismo obtuvo más de 50% de votos en el 2016, y en el referéndum del 2018 el respaldo a Vizcarra en esos mismos bastiones naranjas superaba el 80%. Es decir, el fujimorismo se farreó su capital y la gente abrazó la agenda a la que, justamente, se opone con fervor.
Como enseñó Huntington, la principal virtud de un sistema político es su capacidad de adaptación a los cambios en la sociedad. El país ha pedido en forma contundente y a través del civilizado voto que intentemos reformar nuestras instituciones judiciales y representativas. El sistema político debe tratar de adaptarse a esa nueva situación. Persistir, pensando en la estabilidad de corto plazo, se parece al razonamiento de aquel hombre que caía desde el último piso de un edificio y cada momento que descendía pensaba: “Hasta ahora todo bien”.
Entonces, siendo una propuesta constitucional y ante la necesidad de adaptarse al nuevo escenario, lo menos dañino para el país es salir cuanto antes de este empate catastrófico. Alianza para el Progreso y César Acuña tendrían que ser irracionales para votar por una impopular vacancia cuando son el único partido listo para participar en elecciones. Así, esa iniciativa queda fuera del alcance legislativo. Más cerca está la disolución. Mejor váyanse todos y líbrennos de tanto duelo cargoso. Y ojalá el 2020 los ciudadanos estemos a la altura de las circunstancias y los políticos hayan aprendido algo del papelón que han protagonizado en estos últimos años.