Suele repetirse que Lima es la segunda ciudad más grande ubicada en un desierto. De ahí que el abastecimiento de agua potable para toda su población haya sido –y siga siendo– un reto para sus autoridades. A esto se asocia una de las paradojas del gran desbalance peruano: la mayoría del agua dulce está ubicada al lado oriental de los Andes, mientras que la gran mayoría de la población del Perú se concentra al lado occidental de la cordillera. Los más de 10 millones de residentes de la gran Lima dependen de complejas obras de infraestructura que transportan agua desde las alturas de Lima y Junín, mediante túneles que pasan por debajo de la divisoria continental, sumado a cientos de kilómetros de canales, tubos y cañerías.
Tal vez menos repetido, pero no menos cierto, es que el Perú es uno de los países más vulnerables al cambio climático, sobre todo en términos del futuro acceso a recursos hídricos. Esto es más visible en el rápido derretimiento de los glaciares andinos, que han perdido más del 42% de su superficie desde 1970, según la Autoridad Nacional de Agua (ANA), pero está lejos de ser el único golpe a nuestra hidrografía.
Las noticias internacionales sobre sequías, olas de calor, incendios y otros impactos ambientales del cambio climático aparecen aún como una alarma demasiado lejana para los limeños. Aunque El Niño costero del 2017 y los cortes del servicio de agua en Lima durante los huaicos fueron una llamada de atención. El sistema manejado por Sedapal demostró entonces ciertas vulnerabilidades climáticas que provocan las preguntas: ¿Cómo fue esto posible? ¿Sucederá otra vez?
La realidad es que podríamos incluso preguntarnos si Lima será la próxima Ciudad del Cabo enfrentando el peligro de un ‘día cero’ en el que se abran los caños y no caiga una gota de agua. Después de todo, el sistema de agua potable de Lima refleja una apuesta ecológica no sostenible, resultado acumulativo de múltiples decisiones tomadas durante siglos de ocupación de la ciudad costera. Estas decisiones comenzaron con un plan inicial hecho por el cabildo de Lima y el virrey a mediados del siglo XVI, con la idea de conectar mediante cañerías el agua de un manantial, ubicado a 6 kilómetros al este de la ciudad, con la Plaza Mayor. Este manantial estaba ubicado donde actualmente se encuentra La Atarjea, la sede central de Sedapal.
Con la expansión de la ciudad, se ha optado repetidas veces por invertir en La Atarjea como punto central del sistema de agua municipal. En 1600 el cabildo se apoderó del agua de un segundo manantial, jalándolo hacia La Atarjea. Durante el siglo XVII, se comenzó a desviar agua de la acequia de Surco (proveniente del río Rímac) hacia tanques en ese mismo lugar. A mediados del siglo XIX se construyeron galerías de filtración para aumentar la extracción de agua subterránea de la zona. En las primeras décadas del siglo XX, la noticia de que agua contaminada de la acequia de Surco se almacenaba en los tanques de La Atarjea provocó la instalación de la primera infraestructura de purificación.
En 1956 fue inaugurada la “moderna” Planta de Tratamiento de Agua Potable de La Atarjea, aunque esta también ha sido expandida en los sesenta y setenta y duplicada en los noventa. Sedapal reporta que más del 78% del agua potable utilizada en Lima y Callao hoy en día proviene de estas dos plantas.
En paralelo a las inversiones en infraestructura de La Atarjea, el territorio de captura y almacenamiento de agua también ha crecido. Desde hace medio siglo, el agua bebida en Lima no solo viene de la cuenca del río Rímac, sino también de grandes represas construidas en la parte alta de la cuenca del río Mantaro. Cada vez más represas y lagunas naturales están siendo incorporadas en esta gran huella hidráulica. La cantidad de agua disponible para la ciudad depende de la lluvia que cae en esta zona y la posibilidad de almacenarla, la cual puede ser afectada por el cambio climático y cambios en el uso de suelos.
Para reducir las vulnerabilidades climáticas de este sistema tenemos que romper con la inercia del legado colonial e invertir seriamente en planes de diversificación. Aparte de seguir construyendo nuevas plantas de tratamiento y de desalinización en lugares separados a La Atarjea, podemos reducir el consumo y aumentar el reciclaje. Si la Ciudad del Cabo no llegó (aún) a su día cero, fue en gran parte por el compromiso de sus ciudadanos a limitar su consumo diario a 50 litros por persona. En comparación, el limeño promedio usa alrededor de 250 litros de agua cada día.
Los habitantes de Ciudad del Cabo están apoyados por un innovador sistema de información pública que difunde medidas semanales de la cantidad de agua almacenada en las represas y del consumo semanal urbano. Las recientes iniciativas de la ANA para instalar sistemas de monitoreo del río Rímac son un paso adelante, pero los limeños aún carecen de un sistema de información comparable para entender el impacto de su consumo agua.