Enrique Krauze

ha prometido seguir el programa de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Hay quien ve en esto una estrategia electoral y confía en que a la postre prevalecerá su perfil biográfico: una académica formada en el respeto a la ciencia. Ojalá sea así, por el bien de . Pero hasta ahora no hay razón para dudar de su sinceridad. En términos políticos, ese seguimiento implicaría continuar –quizás con un estilo más discreto, pero no menos autoritario– el libreto populista. Supondría mantener la presencia del ejército en labores que nunca han sido las suyas. Significaría seguir, ante el crimen organizado y la delincuencia, la estrategia –llamémosla así– de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedentes de 180.000 muertes violentas en lo que va de sexenio. Y, finalmente, significaría también aprobar el paquete de reformas que AMLO ha enviado al Congreso y con las que pretende acabar con la autonomía del Poder Judicial y desmantelar las dos principales instituciones autónomas que se han salvado de su implacable guillotina: el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Instituto de Acceso a la Información Pública (INAI).

Si, como ahora parece probable, Sheinbaum gana la elección, pero los partidos que la apoyan (incluido Morena, de AMLO) pierden elecciones en la ciudad de México, además de no alcanzar la mayoría calificada en el Congreso, su margen de maniobra se reducirá sensiblemente. Con este resultado (muy posible), la oposición reclamará ante el Tribunal Federal Electoral por las irregularidades que ya se están cometiendo. Un sector amplio de la ciudadanía se manifestará en las capitales. Pero será difícil revertir el triunfo. Si Sheinbaum muestra una disposición a cambiar el rumbo y propicia una reconciliación nacional, la democracia mexicana se habrá salvado. Si se empeña en el libreto, tendrá que negociar con el Congreso, en una tensión permanente arbitrada por la Suprema Corte y volcada en las calles, las plazas y las redes sociales, encendidas por una polarización aún más explosiva que la actual. Resultado: la democracia podrá respirar, no descansar.

Si la maquinaria oficial de compra e inducción de voto (aunada a la intervención del narco, que ya se ha dado) se traduce –cosa improbable– en un triunfo por amplio margen que otorgue al oficialismo la mayoría calificada, la impugnación de la oposición y la protesta ciudadana serán mayores. Pero el peso del poder sería excesivo. México estaría en peligro de transitar hacia un “obradorato”, si no consentido por la presidenta, impuesto sobre ella. Sheinbaum sería como la Dmitry Medvedev de AMLO. Resultado: la asfixia de la democracia.

Por fortuna, hay otros escenarios. El frente opositor cuenta con una candidata competitiva,, que recorre el país con un impacto creciente. Las encuestas se están cerrando. Su biografía lleva una legitimidad incontestable. De origen humilde y parcialmente indígena, es una mujer que se hizo a sí misma, estudió ingeniería, fundó una empresa de edificios inteligentes, se incorporó al servicio público como una funcionaria preocupada por los problemas sociales. De hecho, como senadora aprobó elevar a rango constitucional los programas sociales que han sido el sustento de la popularidad de AMLO. Gálvez es franca, propositiva y valiente, cualidades que resaltaron en los debates presidenciales. Si Gálvez triunfa con un margen amplio (difícil, no imposible), quizás fuerce algo inédito en AMLO: la aceptación de una derrota. La democracia respiraría con mayor libertad. Si, como es posible, Gálvez gana con un margen pequeño, puede darse por descontado que Morena y sus aliados (encabezados por AMLO, secundados por Sheinbaum y seguidos de un enardecido contingente social) reclamarán fraude y saldrán a las calles buscando la anulación de los comicios. Pero también la ciudadanía opositora defendería su triunfo. Vendrían meses de incertidumbre y turbulencia, en espera del veredicto del Tribunal Electoral, sobre el que recaería una presión sin precedentes. ¿Mantendría su independencia? La democracia en vilo.

La democracia mexicana no solo es joven. También es inexperta. En 200 años de vida independiente, México la había ensayado en solo dos períodos: la era liberal de Benito Juárez (1867-1876) y los 15 meses del presidente Francisco I. Madero (1911-1913). El primer paréntesis se cerró en una dictadura, el segundo desembocó en la violencia revolucionaria. Este es el tercer llamado. Ocurre en medio de una violencia delincuencial sin precedentes, producto de la irresponsabilidad del gobierno. Por más arduo que parezca, la democracia debe prevalecer. Pero el peligro es real e inminente. México puede dejar de ser una democracia.



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Enrique Krauze es Historiador