Es la madrugada del 17 de diciembre y 40 argentinos cantan en el avión que los llevará de vuelta a casa para el día más importante de sus vidas: la final del mundo. “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial”.
Las camisetas albicelestes parecen un requisito para ingresar al país hermano. Peruanos y locales la visten durante el viaje. Y una vez en el vuelo, una mezcla de murmullos y ansiedad nos abraza por igual. Al final, el objetivo que todos tenemos es el mismo: que Argentina sea campeón del Mundo. Que Messi sea feliz.
Al pisar el aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, un señor de unos 50 años se detiene, mira a su esposa y le dice: “es hoy, Luciana, hoy es el día”. “Sí, boludo”, le responde ella.
Una vez en la carretera, lo primero que salta ante mis ojos es un enorme mural de Diego Armando. Le tomo foto y me prometo contar los carteles de Maradona que encuentre en la ciudad. Luego, las banderas argentinas empiezan a aparecer en los balcones de los apartamentos. Es el país del fútbol. El país de la ilusión.
En el auto en el que viajo hay un GPS con una voz que te va indicando la ruta. Si te desvías un poco, te insulta o te “caga a puteadas”. “¿Habrá algo más argentino?”, me pregunto.
Intento tomar una siesta antes de que arranque el partido porque sé que vendrá un día largo, pero me resulta imposible. No he dormido nada durante el vuelo. El tiempo pasa lento. He venido a Argentina no solo para ver la final. También estoy conociendo por primera vez a mis suegros y a mi cuñado, de forma que el partido lo veremos en la sala de una casa platense que, además, está ubicada frente a una cancha de ‘fútbol once’ de pasto natural que, me dicen, es gratuita y está abierta al público. Una locura.
Empieza el partido y Argentina se adueña de la pelota: la abraza, la mueve, la pasea cómodamente por toda la cancha, y mi familia elegida está extasiada. Mi suegra predice que habrá tres goles: Messi, Di María y Julián Álvarez.
Manuel, mi cuñado, se va unos segundos a servir gaseosa. Falta y penal para Argentina. Gol de Messi. Lo gritamos como se gritan los penales: fuerte, pero mesurado. Manuel se va nuevamente a la cocina y sirve guiso con lentejas, una comida muy argentina que ha preparado Elizabeth, la mamá de mi novia. Gol de Di María. Y se grita con euforia y sin mesura. “No vuelvas más, pelotudo, quedate en la cocina”, le dice su viejo. Agradezco estar enamorada de una albiceleste y poder sentirme al menos mínimamente más cerca de lo que sienten estos locos cabuleros.
En el entretiempo, nos atragantamos con el guiso sin decir una sola palabra, pero felices y gloriosos. Nos pasamos el resto del partido esperando el tercer gol de Julián que nunca llega. En cambio, Mbappé descuenta y un minuto más tarde saca adelante su genio y empata el partido. Nos queremos matar. Y un monólogo de insultos irrepetibles atraviesan el televisor. Decido subir al baño. De alguna forma, tengo que colaborar. De repente, soy yo la de la mala suerte. Estoy por quedar como la “mufa” del año frente a la familia de mi novia. Un desastre. Y entonces, gol de Argentina. “No vuelvas más, Cami.” Escucho y hago caso. Pero, enseguida, Francia vuelve a marcar. “Regresá, Cami”.
Vemos juntos la tanda de penales y le rezo a Dios para no ser la “yeta” de la familia. Le pido que la haga feliz. No nos abandones, Diego. Me repito una y otra vez. “Te lo pido, Dibu”, le implora el resto a la tele. Y la cosa empieza.
Emiliano le hace caso a los 47 millones de argentinos que le rogaron que ataje alguno. Los demás patearon impecable.
Messi alza la Copa. Miles de miles salen rumbo la Av. 9 de Julio, Plaza de Mayo o cualquier otra calle que desemboque en el Obelisco. El punto de reunión de los más grandes e históricos momentos. Las banderas vuelan en autos, motos y sobre los hombros. El rostro de Diego Armando está por todos lados. Me le quedo mirando unos segundos y un hincha me grita desconsolado: “él siempre estuvo y estará”. Pierdo la cuenta de los Diegos. La marea de gente se hace más densa y en ella corren las lágrimas de los que esperaron desde el 86 y de los que soñaron con vivir lo que aquellos privilegiados. No importa el sol de 30 grados, lo solucionan las botellas de Fernet y el chori en el asado. Ya son campeones los muchachos. Luego de volverse a ilusionar. Con el Diego, Don Diego y con la Tota, alentándolo a Lionel.