(Foto: Anthony Niño De Guzmán/GEC)
(Foto: Anthony Niño De Guzmán/GEC)
Editorial El Comercio

Varios motines han ocurrido en las últimas horas en distintos penales del país. El de Castro Castro, en Lima, ha sido ciertamente el más dramático (con nueve internos muertos y varios más heridos), pero no el único. En los penales de Huamancaca (Huancayo), Virgen de las Mercedes (Junín) y Cristo Rey de Cachiche (Ica) decenas de reclusos también se amotinaron pidiendo, a grandes rasgos, atención médica y que se les realice pruebas de descarte de COVID-19, luego de que se confirmaran algunos casos de internos infectados. Según ha informado el Ministerio de Justicia, hasta el momento se han detectado 645 contagiados y 28 fallecidos por COVID-19 en las prisiones peruanas.

En su comparecencia de ayer ante tres comisiones del Congreso, el presidente del Consejo de Ministros (PCM), Vicente Zeballos, anunció que el Gobierno instalará una suerte de “comando de operaciones” que pueda responder a “la serie de carencias que se están evidenciando en los penales, especialmente por lo que es la llegada del virus”. Dicho equipo, explicó, “debe implementarse hoy [es decir, ayer] o en los próximos días”. La medida, sin embargo, deja el resabio amargo de ser reactiva. ¿Qué otra impresión podría dar, si no, el hecho de que esta llegue tras más de 40 días de emergencia sanitaria? Más aún cuando, según explicaba la semana pasada a RPP la presidenta del Tribunal Constitucional (TC), Marianella Ledesma, ella misma había advertido sobre el tema al presidente Vizcarra en una reunión “hace 30 días”.

Pero la verdad es que no había que ser vidente para vaticinar todo esto: las prisiones peruanas son, desde hace mucho, un foco de contagio y proliferación de distintas enfermedades en las que se mantiene hacinada a una población penitenciaria que ha desbordado la capacidad de las instalaciones. Según informó a CNN el ministro de Justicia Fernando Castañeda hace unos días, en los 68 penales del país hay 97.000 reclusos (alrededor de 36.000 de estos, como recordaba el abogado César Azabache en este Diario hace dos días, en prisión preventiva). Si tomamos en cuenta que la capacidad de estas instalaciones es de poco más de 40.000 internos –es decir, una sobrepoblación de alrededor del 140%–, es evidente que cualquier invocación al aislamiento social (que se le ha pedido al resto de ciudadanos para evitar el contagio del coronavirus) hace agua.

Cierto es que el Ejecutivo ya había tomado algunas medidas (que, por lo demás, no han estado exentas de críticas por su tramitología y falta de dinamismo, como reportaba la propia Ledesma), principalmente la preparación de indultos para algunos reos en situación de vulnerabilidad (como los mayores de 60 años o con otras enfermedades), con condenas leves o que estaban próximos a cumplir su sentencia. Estas medidas alcanzarían a unos 3.000 reclusos.

Pero también es cierto que el Estado Peruano en su conjunto –el Ministerio Público y el Poder Judicial juegan aquí un papel que no pueden eludir– debería revisar mecanismos rápidos (la velocidad aquí es clave) para ver la manera de, por ejemplo, revocar las prisiones preventivas de reos que no estén inmersos en procesos por delitos graves (como aquellos contra la vida, narcotráfico, violación sexual, terrorismo, etc). Estas excarcelaciones no significan, después de todo, que sean absueltos, y había que pensar en cuánta lógica tienen en una coyuntura en la que el peligro de fuga (con todas las fronteras cerradas) y el entorpecimiento de la justicia (con los procesos congelados) no lucen amenazantes.

El riesgo, por supuesto, no planea solo sobre los internos (cuyas familias, además, han reclamado que no pueden comunicarse con ellos desde hace días), sino también sobre los 11.000 miembros del personal del INPE que laboran dentro de las cárceles. Según la institución encargada de la administración de los penales, cinco de sus trabajadores han fallecido por COVID-19.

Los prisioneros pueden no generarnos simpatía a quienes estamos al otro lado de los barrotes, pero ello no justifica ignorar que también tienen derechos ni están excluidos de recibir un trato humanitario, distinto al que el Estado Peruano les ha dado hasta ahora.

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