“Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha”. Esta frase, escrita hace tiempo por Víctor Hugo, es hoy aún más relevante que en aquel entonces. En tiempos en que la pandemia de COVID-19 amenaza nuestras vidas, no debemos olvidar que, en muchos aspectos, somos autores de nuestro propio infortunio.
El cambio climático, el colapso de la biodiversidad, el declive en la salud de los océanos, el agotamiento de los recursos naturales… la multiplicación de crisis demuestra claramente que no podemos seguir como hasta ahora. Nuestra relación con la naturaleza y con el mundo vivo, basada en el dominio y la explotación, ya ha perturbado a cerca del 75% de los ecosistemas del mundo y al 40% del medio ambiente marino. La tasa mundial de extinción de especies es ya por lo menos decenas de cientos de veces superior a la media de los 10 millones de años pasados, y se está acelerando: casi un millón de los ocho millones de especies de animales y plantas existentes están amenazados de extinción. Esto no puede continuar.
Las pruebas científicas exigen un cambio radical, una revisión total de nuestra relación con la naturaleza y el mundo vivo. No se trata de una opción, sino de una necesidad para nuestra supervivencia.
Debemos destinar los esfuerzos y los recursos necesarios a proteger y restaurar los ecosistemas, sean naturales o gestionados por el hombre. Mediante negociaciones en virtud del Convenio sobre la Diversidad Biológica, algunos países ya están trabajando para proteger el 30% de la superficie mundial, terrestre o marina, para el 2030. Afortunadamente, los 252 sitios naturales del Patrimonio Mundial, las 714 reservas de biosfera y los 161 geoparques mundiales de la Unesco cubren el 6% de la superficie terrestre.
Es preciso también realizar un cambio profundo en los modos de producción y consumo. No podemos continuar destruyendo la naturaleza para generar PBI. El nuevo marco colectivo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) señala que se debe abordar la pobreza, la desigualdad, los derechos humanos, la educación, la salud y los ecosistemas. Debemos también ser innovadores e imaginativos e idear otras formas de habitar la Tierra.
También hemos de escuchar a aquellos que siempre han considerado a la naturaleza como nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro: los pueblos indígenas. Sus derechos deben reconocerse y protegerse, ya que su saber tradicional, único, es una fuente clave de soluciones para la protección de los ecosistemas.
Por último, debemos comunicar y sensibilizar a la población. Para proteger y respetar el mundo vivo es importante utilizar el poder transformador de la educación e incluir las ciencias oceánicas en los planes de estudio. Porque a través de la educación podemos obtener resultados a largo plazo. Por este motivo, la educación ambiental debería ocupar un lugar mejor en el currículo escolar y la formación del profesorado, y la Unesco está comprometida para lograrlo. Más que proteger una parte de la superficie de la Tierra, nuestro propósito es reconciliar a toda la población con el mundo vivo. Dado el papel clave que desempeña la biodiversidad en la economía, la salud y nuestro bienestar, ello supone hacer de la preocupación por el medio ambiente algo fundamental en nuestras decisiones y acciones.
Este cambio, radical y completo, no supone abandonar nuestros valores humanistas ni las ideas de progreso, al contrario: los más vulnerables son precisamente quienes más sufren de las consecuencias de la alteración del clima. Recordemos que, sin justicia ambiental, no puede haber justicia social.
Ya es hora de que los humanos comprendamos que no somos dueños de la Tierra, sino que dependemos de ella. Para poder compartir un mundo común, debemos hacer de la protección de la naturaleza una prioridad para nuestras sociedades… o sufrir las amargas consecuencias.
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