A despecho de lo que se pueda creer a simple vista, la reciente recomposición del Gabinete Ministerial destroza por completo la imagen idílica y hasta paternalista que el presidente Pedro Castillo ha pretendido que creamos que posee: el modesto maestro rural, cuyo aprendizaje lo lleva a cometer sucesivos errores involuntarios y le permiten ostentar el nada honroso título del Gobierno con el mayor número de escándalos per cápita en tan corto tiempo al mando.
De un plumazo, él y su ‘gabinete en la sombra’ sepultaron los argumentos de que carece de experiencia, que no sabe comunicar, que no logra atraer a los mejores profesionales a su entorno, que no se entera acerca de la existencia de ministros y funcionarios que deberían irse a su casa hace tiempo, que su aprendizaje es lento. Eso terminó con la designación de su cuarto Gabinete Ministerial, encabezado por Aníbal Torres.
Dentro de su vertiginosa carrera por la supervivencia, Castillo decidió echar mano de una de las tácticas más empleadas por la vieja derecha que tanto él como sus seguidores rechazaban a los cuatro vientos, y es la lotización del Gobierno, el ‘cuoteo’, nuevo término de moda en la política nacional.
No se trata de una alianza con consensos mínimos programáticos e ideales comunes para sacar adelante un plan de Gobierno. Es la consumación del más descarnado y vulgar intercambio de favores a través de puestos en distintos escalones del Poder Ejecutivo a fin de evitar la vacancia.
La mayor evidencia ha sido la remoción de Hernando Cevallos, el ministro más popular del régimen en base al sostenido avance del proceso de vacunación. Esto, solo para colocar a Hernán Condori y saciar los apetitos de Vladimir Cerrón y sus huestes, en una carrera suicida ajena a consideraciones elementales de que dicho cambio podría poner en peligro los evidentes avances logrados en el combate a la pandemia.
Sin duda, una penosa ironía proviniendo de que quien hasta no hace mucho hablaba de un cambio de Constitución para declarar expresamente a la salud como un derecho humano, a pesar de que la actual Carta Magna ya lo consigna.
Adiós, pues, a los ideales o al bienestar de la población. Bienvenido el promotor del ‘agua arracimada’ carente de evidencia científica; el investigado por ofrecer servicios de obstetricia sin estar facultado para ello; el que asegura que existe un procedimiento para descartar el cáncer de cuello uterino en un minuto; el acusado de corrupción en Chanchamayo. Todo vale en esta oscura trama que obliga a darse el lujo de perder a alguien que le granjeaba elogios y a todo el equipo del Ministerio de Salud que renunció en solidaridad con él.
Bajo esa misma línea, hace concesiones a las bancadas de Perú Democrático, Somos Perú, Juntos por el Perú y al ala magisterial de Perú Libre. Los ministerios como parcelas expropiadas al bien común para entregarlas a militantes o personas cercanas a estos grupos en una repartija procaz que lleva a la conclusión de que los discursos e ideales se reducen a tener por lo menos 44 votos para evitar su salida.
¿Qué diferencia hay ahora entre este Gobierno y la rancia derecha de antaño? ¿Qué diferencia hay entre el ‘roba, pero hace obras’ y el ‘nosotros robamos menos’? Nada, absolutamente nada, apenas el uso del lenguaje supuestamente izquierdista de manual y la palabra “pueblo” repetida hasta el hartazgo, para asirse al poder, ajeno a toda coherencia programática o doctrinaria.
El nuevo Gobierno se ha convertido entonces en un museo de viejas novedades. Que permite resucitar los fantasmas, donde se minimizan negociaciones incompatibles, designaciones de gente cuestionable, intentos por esconder debajo de la alfombra (o en el baño) supuestos actos de corrupción bajo la perorata cínica de que los robos y contubernios de antes eran mayores y peores.
Si hay que ser justo, Castillo no es el único responsable de la actual crisis política. También está la oposición con conjuras patéticas y desembozadas desde el primer día de la instauración del régimen sin importar que algunas de sus acciones estén reñidas con la democracia; que reúne en sus filas a personas sinuosas que ponen sus intereses particulares por delante y se aúpan a la bancada oficialista en votaciones clave cuando ellas les reportan beneficios mercantiles.
Vamos de tumbo en tumbo con un Gobierno mediocre y una oposición ajena a un genuino rol fiscalizador. Las enaguas de sus intereses oscuros se traslucen con el cierra filas a favor de la contrarreforma del transporte, la educación de calidad, el ataque a la Sunedu o cualquier aspecto que haya representado un avance durante los últimos años.
Mención aparte merece la presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, quien demuele a pasos agigantados su imagen con gestos desaforados, críticas a periodistas porque no le hacen entrevistas concesivas, una actuación pública más acorde con la de Álvaro Amenábar, el gamonal de la célebre novela “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría, que con la máxima representante del Poder Legislativo.
También está la tres veces perdedora de las elecciones, Keiko Fujimori, encasillada en el pasado, manteniendo incólume su reclamo sobre un supuesto ‘fraude en mesa’ que nunca pudo probar o que, dadas las actuales circunstancias, resulta extemporáneo. La miopía política nubla la necesidad de enderezar rumbos, de la autocrítica, de mirarse como debería los asuntos que urgen a la nación.
Así las cosas, el país enfrenta una grave encrucijada de un Gobierno que avanza rumbo al abismo y una oposición carente por el momento de líderes sólidos, de comprobadas credenciales democráticas, que piensen primero en el país.
¿Cómo salir de este atolladero? No será tarea sencilla ni existe un solo camino, aunque se podría comenzar por poner cimientos en temas tan cruciales como el diálogo con todos los sectores políticos o el impulso de una auténtica reforma del evidentemente desgastado sistema político y electoral.
Solo de este modo nos encaminaremos a ver el futuro con mayor optimismo y que los peruanos volvamos a tener la certeza de que la política puede y debe ser distinta.
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