Carlos Meléndez

¿Es posible que un dictador del siglo XX se convierta en un demócrata del siglo XXI? No cabe duda de que los dictadores y los “hombres fuertes” de la historia reciente han despertado, en ciertos sectores, nostalgia por el orden y el imperio de autoridad que alguna vez ejercieron.

En Chile, por ejemplo, el Partido Republicano que preside José Antonio Kast busca capitalizar la añoranza por Augusto Pinochet, quien fuese el paradigma de la derecha mano dura latinoamericana del siglo pasado. De hecho, muchos partidos modernos se han constituido con base en el legado de un pasado opresor. Y gracias a la normalización (en realidad percepción de moderación) de la derecha autoritaria, vuelven a tener una oportunidad de regresar al poder (esta vez por la vía electoral).

Pero, ¿qué sucedería si el propio autócrata –no un partido en su nombre ni ningún heredero, sino, digamos, el mismo Pinochet– se presentara a elecciones para intentar, democráticamente, volver al poder, a pesar del legado de crímenes en el clóset? ¿Puede ser tan potente la nostalgia autoritaria para que las actuales democracias elijan a un viejo autócrata?

Este escenario hipotético puede dejar de serlo, si Alberto Fujimori –liberado por un perdón presidencial recientemente avalado por el TC– decidiese postular a la presidencia del Perú. ‘Chinochet’ –unos añitos mayores que Joe Biden, nada más– podría estar nuevamente en el ruedo si, como indican sondeos privados, continúa teniendo arrastre electoral suficiente para pasar a una segunda vuelta. Este ‘comeback’ distópico podría confrontarnos con un diagnóstico incómodo de nuestra realidad: ¿qué hemos hecho los peruanos con nuestro régimen político y nuestra economía en los últimos 25 años, como para “resucitar” electoralmente al patriarca del fujimorismo?

La década de 1990 fue un tiempo exitoso para el establecimiento de un modelo de economía de mercado y un mal ejemplo como fracaso de régimen político. Pero para una sociedad pragmática, conservadora y creyente en la mano dura como la peruana, el balance puede resultar positivo. La recuperación económica fue brillante: dominio tecnocrático en las decisiones macroeconómicas, las que dieron confianza a la inversión privada y permitieron un crecimiento capaz de reducir la pobreza a tasas inéditas todavía. Tecnocracia arriba y lucha contra la pobreza abajo, el paradigma neoliberal. A nivel político se siguieron cometiendo crímenes contra civiles inocentes y se empleó la política contrasubversiva para establecer una cúpula corrupta y concentradora de poder, impune. Podríamos resumir el balance en palabras propias de sus dirigentes: “nosotros matamos menos (de hambre)”.

Luego de su caída, las élites nacionales se dividieron en dos: unas creían que era posible instaurar un neoliberalismo democrático y otras, una socialdemocracia o socialismo democrático. Ambas concordaban en algo que parecía fundamental: el fujimorismo tenía un ADN autoritario. Lo más cerca que estuvimos del primer horizonte fue con Alan García 2, pero pecó de soberbio y se desconectó de la gente; a diferencia de Pedro Pablo Kuczynski, cuyo gobierno no logró enganchar con la ciudadanía. La superficialidad producto de la soberbia política y de la tecnocracia “sin calle”, respectivamente, hicieron perder oportunidades para el fortalecimiento de una democracia imbricada con una economía de mercado. El segundo horizonte ha sido solo una promesa, ya sea en versión “caviar” o “Verolover”. Su degradación ha llevado a sus “parientes pobres” provincianos a un radicalismo doctrinario y a su vieja bandera refundacional y constituyente. En sus 15 minutos en el poder, la izquierda peruana demostró que también podía ser autoritaria y corrupta.

La crisis política actual –azuzada por la polarización y la fragmentación– nos lleva a mirar atrás para ver qué camino retomar. Por la naturaleza altamente informal de nuestra sociedad, considero que lo más recomendable es remendar y reinstitucionalizar la dimensión positiva del modelo económico. Mano en el pecho: es lo que nos ha funcionado mejor desde el retorno a la democracia en 1980. Primero, necesitamos recomponer la tecnocracia al mando de la gestión pública (hemos pasado de los “Javier Silva Ruete” a los “Álex Contreras-José Arista”).

Segundo, necesitamos políticas efectivas para abordar la pobreza, así sean etiquetadas de “chorreo”. La fórmula socialdemócrata de redistribución no es aplicable en una sociedad informal. Personalmente, me encantaría que pudiésemos construir una socialdemocracia, pero me acuerdo de que se trata del Perú y se me pasa. El Perú no tiene cómo hacerlo, careciendo de partidos enraizados y de coaliciones sociales con fuerza de trabajo organizada. Empeñarse en ello no pasa de ser un sueño “republicano”, un ‘wishfulthinking’ caviar.

Una sociedad con inseguridad pública y pobreza crecientes, y con desconfianza de parte de la clase empresarial hacia la política, mira con añoranza el cambio de timón de los 90. Alberto Fujimori personifica aquel modelo, por ello podría volver a la cédula electoral con posibilidades de éxito. Pero ¿quién democratiza a Alberto? Si se revisan los videos de sus renovadas redes sociales, se encontrará negacionismo y justificación del autoritarismo, y todo aquello que ha hecho que la derecha radical tenga seguidores en la actualidad global. Si bien es cierto que su ancianidad y ser exconvicto atenúan ciertas características negativas, reduciendo con ello anticuerpos en su contra, él sigue portando su mismo relato, aunque en clave contemporánea. Reclama ser el “papá” de Bukele y de Milei, los paradigmas actuales de la derecha regional. Si quisiera ganar las próximas elecciones, tendría que quedarse callado. Todos sabemos que no puede.

Hoy, Alberto Fujimori polariza menos que su hija (evidencia empírica), pero está dispuesto a recordarnos su talante iliberal. Su sello de origen, “mano dura”, sintoniza con la ultraderecha criolla, cuyos votos –prestados– han recalado en Rafael López Aliaga –aunque en realidad no le son necesarios para pasar a segunda vuelta, si bien el círculo íntimo de Alberto así lo crea–. Su retorno a la vida pública ha convertido la nostalgia neoliberal en esperanza, pero en términos de preferencias de régimen político parece ser el mismo. Su hija intentó establecer un partido democrático cultivando la premisa de que Alberto puede ser autoritario, pero el fujimorismo no. Sin embargo, la mitad más uno de los peruanos no le ha creído y será difícil hacerlo mientras el patriarca mantenga ese rancio tono en sus redes sociales.

No obstante, lo que resulta insólito es que hoy, en el 2024, sigamos hablando de las chances electorales del propio Alberto Fujimori.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política