(Eduardo Cavero)
(Eduardo Cavero)
Fernando Berckemeyer

El fuego de hace dos semanas en mató a dos personas y puso frente a los ojos del país, junto a las imágenes de sus muertes, las historias de sus vidas.

Acaso lo más sobrecogedor de todo sea que no es tan claro cuál de las dos cosas resulta más dura.

Es terriblemente injusto y cruel morir quemado o asfixiado, a los 19 y a los 21 años, dentro de la caja de metal en la que tu jefe te encierra. Pero también lo es vivir 12 horas al día, 7 días a la semana, a S/1,60 la hora, encerrado en esa misma 

Si es que espontáneamente nos golpea más la forma como Jorge Luis Huamán y Jovi Herrera murieron que la forma como vivieron, es porque vidas como las suyas no son entre nosotros algo anormal (abstracción hecha del candado). Es decir, no suponen una novedad y no son, por tanto, “noticia”. Fue el fuego lo que las puso en los titulares y nos obligó a mirarlas.

De todas las alfombras que tapan las situaciones que tendrían que perturbarnos, ninguna es más eficaz que la de la normalidad. En países como el nuestro, donde la pobreza alcanza todavía al 20,7% de la población, las tragedias que ella ocasiona por doquier ocurren invariablemente debajo de esta alfombra. De hecho, no hubo que salir del Cercado de Lima para encontrar más personas trabajando en contenedores (en Mesa Redonda). Lo único que hace un incendio como este es quemar la alfombra y dejar a la vista pública lo que siempre estuvo abajo.

Quienes nos sentimos removidos por las historias que emergieron del incendio, tenemos que esforzarnos por ser coherentes e impedir que la normalidad vuelva a tejer su alfombra sobre ellas. En ese intento escribo este artículo a destiempo, cuando Las Malvinas ya no prolifera en los titulares principales. Porque pienso que sentir que el tema ya pasó –como lo sentí yo– es una buena forma de detectar que uno ya está haciendo como si este hubiera sido únicamente el de las muertes que el incendio causó, y no también el de las vidas que mostró. Es decir, que uno ya está dejando coserse la alfombra.

Por supuesto, de nada sirve lo anterior sin un esfuerzo paralelo por evitar diagnósticos que solo profundizan el problema. Concretamente, carece de sentido hablar de algo así como una “autorregulación neoliberal” para explicar lo sucedido: existen montones de regulaciones estatales vigentes para esos contenedores.

Tampoco se explica bien este tipo de situación si entonces se asume que la solución es solo un asunto de fiscalización. Al hablar de fiscalización hay dos perogrulladas que conviene no olvidar. La primera: cuanto más se agreguen a la lista de regulaciones las que no son realmente necesarias, menos recursos habrá para las que sí lo son. Por ejemplo, el último dictamen disparatado del Congreso (resaltado recientemente por Franco Giuffra) quiere que el Indecopi procese todas las reclamaciones que los consumidores presentan diariamente en el Perú –todas: también las reclamaciones ya atendidas y solucionadas directamente por las empresas–. De más está decir que lo que iría a pagar a los 10.000 nuevos empleados que la institución requeriría para cumplir con esto ya no se podría usar para fiscalizar regulaciones que sí tengan sentido.

La segunda: cuanto menos realistas sean los requisitos con los que se regule una situación, menos posibilidades habrá de que los inspectores estatales opten por fiscalizarlos. Y así, ocurre que mientras a los locales formales se les revisa si sus puertas de madera están pintadas con pintura ignífuga, a los contenedores montados en un techo como el de Las Malvinas no se les revisa ni su ilegal presencia ahí.

Finalmente, y sin quitarle importancia a lo anterior, cualquier esfuerzo será infructuoso si no se reconoce la pobreza como el problema de fondo. Si Jorge Luis y Jovi pudieron aceptar esos S/20 diarios para trabajar encerrados de 7 a 7 y de domingo a domingo es porque sentían que estaban mejor sin ellos que con ellos. Y si ninguna de las personas que trabajaba diariamente en los 5 pisos bajo los contenedores denunció la situación es probablemente porque suponían lo mismo. La miseria material de los chicos del contenedor fue la ocasión perfecta para que se expresase la miseria moral de quienes los encerraron ahí.

Es frente a historias así que muestra su verdadera gravedad la noticia de que nuestro crecimiento viene cayendo a unas tasas en las que ya no se reduce la pobreza, y su verdadera intensidad, la necesidad de revertir esta caída. Porque ella significa que, cuando en unos días más ya no figure este incendio en lugar alguno de las noticias, será hasta un futuro indefinido que la alfombra de la normalidad habrá vuelto a cubrir, en su tan callada como implacable manera, la tragedia cotidiana de los pobres del Perú.