Richard Webb

Hace medio siglo conocí a los uros, pobladores de las islas flotantes de totora en el lago Titicaca. Mi anfitrión en Puno era un estadounidense que dirigía el programa de desarrollo para la región, cuyo entusiasmo por todo lo que descubría en esa región era contagioso. Un día me propuso llevarme a una isla de los uros, advirtiéndome que no les gustaba que les tomaran fotos. “Pero no es problema” –dijo– “les encanta el pan francés, llevaremos una bolsa de panes para distraerlos y así aprovechas para tomar algunas fotos”. Me chocó el trato, una combinación de cariño e infantilización ante la extrema pobreza que nunca he olvidado. Pero todo eso es ya historia, pues ahora descubro que los uros se han vuelto los dueños del turismo en Puno, propietarios de hoteles, tours y venta de productos que los han convertido en uno de los grupos con más éxito económico del Altiplano.

En años recientes, he visitado varios de los distritos que han ocupado, según el INEI, el puesto del distrito más pobre del Perú en algún año. Con ese criterio, llegué a la capital de Curgos, en la sierra de La Libertad, distrito identificado unos años antes como el más pobre entre los casi 1.900 distritos del país. Volví asombrado, pues la capital del distrito tenía el aspecto de ser relativamente desarrollado, con luz, teléfono, hoteles, un parque bien cuidado, losas deportivas y una buena carretera que lo conectaba con la capital de la provincia. Ciertamente, esa capital albergaba apenas al 20% de la población distrital, por lo que las condiciones de vida del restante 80% residente en el campo o pequeñas comunidades tendrían que haber sido de ultraextrema pobreza. Si bien tales contrastes entre los extremos de pobreza y de progreso son casi normales en Lima y otras ciudades mayores, sorprende encontrarlos en los lugares apartados del interior del país.

La misma impresión tuve cuando visité la capital del distrito de Anchonga en Huancavelica, cuya designación como “distrito más pobre” en otro año reciente también me sorprendió por su visible desarrollo que incluía edificios de tres pisos y una buena construcción, abundancia de automóviles, canchas de fútbol, plaza de toros e infraestructura urbana de cemento que incluía un mirador exhibido como el orgullo del pueblo. Ciertamente, las dos últimas décadas han sido un período de “salto hacia adelante” en gran parte de las áreas rurales, un logro reflejado en la fuerte reducción de la pobreza rural. Pero las sorpresas que traen las cifras y las visitas sugieren que existen además grandes desigualdades en el nivel de vida, no solo entre Lima y la sierra, sino también al interior de los distritos pobres.

Otro antes y después que puedo certificar personalmente ha sido el descubrimiento de la trucha en la sierra, introducida al Perú a través de varios intentos entre 1925 y 1952, y que se ha convertido en un componente importante en la economía del Altiplano. Durante las vacaciones escolares de 1952, viajé con mi padre a Juliaca para pescar trucha, cuya existencia recién empezaba a conocerse. Un guía nos llevó al río cerca de la ciudad y durante un par de días conseguimos unas piezas extraordinarias y largas. Naturalmente, nos dedicamos a difundir esa nueva riqueza. Recuerdo especialmente la explicación del guía en cuanto al tamaño extraordinario de las truchas: “Es que la población de aquí está acostumbrada al bagre” –dijo– “la trucha crece porque nadie la pesca”. Así, muchas veces accidentalmente, van llegando las riquezas.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Richard Webb es economista