El amarillismo, ese cáncer que a lo largo de los 90 hizo metástasis en la prensa nacional, nunca pudo ser extirpado. Si logró subsistir, y si hoy coletea tan a sus anchas es gracias, sobre todo, a la frivolización de las páginas y bloques de espectáculos y deportes. Por alguna razón, a la hora de tratar esos temas, tanto los medios especializados como los que no, convierten el sensacionalismo en tendencia. Desde hace años, en vez de hacer periodismo, se dedican a darle estatus noticioso al trascendido más infame, a sustituir la investigación por el ‘escrolleo’ y a persuadir al público con suposiciones e infidencias, logrando que lo crucial ya no sea lo que pasa, sino lo que puede pasar. Las páginas web no han hecho más que perfeccionar ese modus operandi donde el verbo condicional sustituyó para siempre al otrora imprescindible indicativo.
Menos mal que en el ámbito del show business el impacto de esa metodología virulenta en el ánimo colectivo es mínimo. Un chisme malhadado puesto en circulación hace salivar a legiones de morbosos, por supuesto, pero al final del día son la bailarina y el fortachón involucrados los únicos que padecen el escándalo. O quizá lo celebran: por más destructivo que sea el rumor, por más dignidades que pisotee en su corto camino hacia la portada del día siguiente, nunca queda claro si los Carlonchos, Leslies y Yahairas son víctimas o victimarios en el provinciano ‘matagente’ que protagonizan.
Pero aun cuando alcance astronómicos índices de audiencia, el periodismo de espectáculos, en su gran mayoría, no pasa de ser un cotidiano catálogo de pleitos de conventillo sin trascendencia. Su consumo entretiene, pero no afecta, salvo que seas un incauto con serios problemas de autoestima que quiera inyectarse asteroides en los bíceps para ver si así se parece un poquito a Yako o Nicolla.
Las páginas deportivas, en cambio, con esa debilidad irresistible por la conjetura precipitada y la presunción exageradamente optimista, sí tienen efectos tóxicos a gran escala. El ‘humo’ que venden es una potente arma de destrucción masiva y su emisión afecta psicológicamente tanto a quien lo irradia como a quien lo inhala. Y cuando la selección de fútbol pierde, los niveles de contaminación son tan alarmantes como cuando gana.
Supongo que las redacciones deportivas no han resuelto su viejo dilema: ¿Contribuir a la emoción o atemperar la euforia? ¿Reseñar el mérito y privilegiar el detalle táctico o redactar titulares con una mano y aporrear el bombo con la otra? ¿Estimular como sea esa inefable sensación de hermandad patriótica que genera el fútbol en una sociedad que en los otros ámbitos de la vida mantiene posturas irreconciliables? ¿O poner matices y paños fríos llamando a las cosas por su nombre? Si el debate en verdad fuera ético y periodístico, valdría la pena alentarlo y preguntarse por qué no se puede entretener con responsabilidad, pero no, hoy en el Perú –y en muchos otros países– las discusiones que preocupan al 90% de periodistas deportivos (o que comentan deportes) están regidas por su consigna de vender a cualquier precio.
En el fondo, que Perú haya perdido con Brasil solo precipita la incomodidad o frustración que ya intuíamos pero no queríamos aceptar. Al final, mimetizado con el periodista común, el hincha es presa del vértigo ansioso y de la esquizofrenia que se le transmite, y en las redes termina incurriendo en los mismos irresponsables reduccionismos que critica: ve héroes y malditos donde solo hay jugadores falibles, pasa sin escalas del elogio al insulto, de la gloria al infierno, del escepticismo a la fe, con ahínco, como si el verdadero deporte fuera ese movimiento cambiante y pendular, como si en el fondo esperara secretamente una derrota: no vaya a ser que acabemos todos poniéndonos de acuerdo o, peor, queriéndonos demasiado.
Esta columna fue publicada el 19 de noviembre del 2016 en la revista Somos.