(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
Carmen McEvoy

La bandera blanquinegra que ha aparecido en señal de protesta, a raíz de la publicación de los “audios de la vergüenza”, llama a la reflexión. No solo porque recuerda esos matrimonios donde las novias peruanas se casaban de luto en señal de duelo por la patria ocupada, sino porque expresa el sentir de una ciudadanía indignada frente a una república parcialmente secuestrada y por ende moribunda. Y es que no resulta fácil imaginar una celebración del de nuestra independencia cuando no somos libres y más bien estamos atrapados aún en las garras de una red criminal. Una red que fue tejida, con impresionante destreza, por una hermandad de hampones. Corroborar que el Perú está siendo expropiado por quienes incluso parecen conmutar sentencias de violación a menores de edad es una clara llamada de atención. Una suerte de último aviso en torno a un hecho aterrador: el bien común simplemente no existe en las mentes de cientos de jueces y fiscales cuyo deber, por si ellos lo han olvidado, es sostener el principal pilar de la república peruana, la justicia.

Mientras el Poder Judicial, salvo honrosas excepciones, es el feudo privado de una sarta de delincuentes que han pervertido su función original, las municipalidades, el pilar bicentenario de la república, fueron, también, tomadas por asalto por gente de similar calaña. Del Callao, la provincia constitucional donde nací y cuyo calamitoso estado me duele, no quiero hablar porque necesitaría al menos un libro para explicar su proceso de degradación política, económica y social. Sin embargo, es necesario mencionar que el narcotráfico y una manga de autoridades y magistrados corruptos han convertido a nuestro primer puerto en el “centro de entrenamiento” de una red criminal cuyos tentáculos se expanden a nivel nacional.

¿Y qué se puede decir de La Victoria, cuyo alcalde y su hijo, además de decenas de allegados, fueron detenidos debido a una serie de denuncias que espantan hasta al más ecuánime? Elías Cuba, presunto líder de Los Intocables Ediles (¡vaya nombrecito!), parece ser parte de una tendencia generalizada en la cual el Estado es un botín personal que hay que capturar, incluso a balazo limpio. El cobro de cupos (se calcula veinticinco millones anuales en La Victoria) a miles de compatriotas que se levantan al alba para trabajar o las denuncias de asesinatos a quienes se resisten a la extorsión, muestran el estado de degeneración al que han llegado muchas municipalidades, otrora denominadas “piedras angulares de la república”.

Ahora se calcula que cientos de alcaldes, a lo largo y ancho del país, están implicados en delitos tan graves como la negociación incompatible, el peculado, la falsificación de documentos, la colusión de funcionarios, entre otros más. Pareciera ser que esa frase de antología “Por Dios y por la plata”, pronunciada hace casi dos décadas por el entonces electo legislador Gerardo Cruz Saavedra Mesones (Perú Posible), fue una suerte de anticipo de lo que ahora es un hecho inocultable. Porque es la plata y no el servicio público lo que mueve a centenares de burócratas y representantes del Estado Peruano.

“Los peruanos buenos, honestos, los peruanos con buenas intenciones somos muchos más que los malos que han querido llevar a nuestro país al abismo” afirmó hace poco el presidente y probablemente tenga razón. Sin embargo, la pregunta que aún queda por responder es ¿cómo fue que las redes delincuenciales que ahora amenazan a la república en su motricidad –el gobierno municipal y el Estado de derecho– crecieron de manera exponencial? ¿Por qué esos “buenos peruanos” no entraron al servicio público para combatirlas? Y, si lo hicieron, ¿por qué no lograron desbaratarlas? ¿Cuál es nuestra responsabilidad como sociedad ante este desastre político que nos obliga a reflexionar en torno a los deberes de millones de ciudadanos con la república que en tres años pretendemos conmemorar?

Debo confesar que hace poco tuve el privilegio de observar in situ la labor de una muestra significativa de esos buenos peruanos, quienes a pesar de la crisis estructural que atravesamos no cesan de buscar salidas creativas, en el campo de la cultura. Conversé con un grupo de jóvenes servidores públicos, que laboran en el Ministerio de Cultura, y que entusiasmados preparan un bicentenario del cual nos enorgullezcamos. A manera de una gran bisagra, el plan bicentenario intenta conciliar la dinamización de obras emblemáticas de infraestructura y grandes reformas políticas al año 2021, previendo una agenda de proyectos de alto impacto en la vida cultural del país, así como la difusión de valores éticos y ciudadanos provenientes de nuestra vieja herencia ilustrada.

En el caso de Pronabec –que este año empezará a cosechar los frutos de una obra de promoción social extraordinaria– noté el mismo compromiso de las vanguardias jóvenes del Estado además de una capacidad de gestión en la asignación de fondos que en época de crisis es fundamental. Por otro lado tuve la suerte de ver “Sinfonía”, un documental conmovedor que recomiendo a todos. La obra da cuenta de cómo un proyecto –las orquestas infantiles apoyadas por la fundación privada de Juan Diego Flórez– está cambiando la vida de miles de niños peruanos en situación de extrema pobreza. El arte eleva y fortalece y más aun si se asienta en una cultura milenaria como la que siempre nos ha cobijado de tantísima ignominia. La preciosa “Hanacpachap cussicuinin”, obra maestra del barroco andino, con la que culmina “Sinfonía”, me llenó de energía y me hizo reparar que sí existe una salida. Y ella está en manos de un Estado que debe reformarse para sobrevivir, pero también de una ciudadanía que, sosteniéndose en una cultura indestructible, lo acompañe en esta tarea ineludible.