"Todo sucedió en 1963, todavía guardo la carta de don Gregorio". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Todo sucedió en 1963, todavía guardo la carta de don Gregorio". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Luis Millones

A fines de 1962 me anunciaron que había ganado la beca del Instituto de Cultura Hispánica, para proseguir mis investigaciones históricas en España. La gestión se hizo a través del Instituto Riva Agüero, que también había favorecido a otros estudiantes y venía haciéndolo desde años atrás.

Imagino que mis colegas ya tenían la cabeza llena de planes de archivos, biblioteca, documentos, etc., con un especial énfasis en el Archivo General de Indias, ubicado en Sevilla. Yo compartía ese sentimiento, pero solo hasta cierto punto, el resto de mi felicidad se esperanzaba en la posibilidad de ver jugar al Real Madrid en el Chamartín. Como lector de la “Crónica Tercera” y de Alfonso ‘Pocho’ Rospigliosi, seguía desde lejos las aventuras de esos magníficos futbolistas que integraban su delantera: Alfredo Di Stéfano, Ferenc Puskás, Francisco Gento y alguno más cuyo nombre no recuerdo.

A Di Stéfano lo había visto jugar en 1960 en el Estadio Nacional, con la selección española que apabulló a la peruana con un contundente 3-1, y fue la ‘Saeta Rubia’ quien abrió el marcador, batiendo al mediocre arquero peruano, que militaba en Universitario de Deportes, y que no dudó en arrojarse al poste equivocado por donde ingresó la pelota.

Antes del viaje me aseguré con una excelente recomendación académica para el medio español. Me la hizo el notable historiador peruano Guillermo Lohmann Villena que había sido Consejero de la Embajada del Perú en España hasta fines de 1962. Don Guillermo, que años más tarde siguió siendo muy importante en su apoyo y consejo profesional, tuvo especial deferencia para conmigo, que nunca dejaré de agradecer.

Antes de que yo llegase a Madrid, logró que el director del Instituto de Cultura Hispánica, Gregorio Marañón Moya (hijo del sabio español Gregorio Marañón), me hiciera una generosa carta de presentación a las autoridades madrileñas, que me salvó de un grave problema, motivo de este artículo.

Dada mi pasión por el fútbol, para asegurarme un alojamiento en Sevilla, cercano a alguno de los campos deportivos, escribí a Miguel Maticorena, historiador peruano que residía desde años atrás en esa localidad. Miguel, sorprendido por el pedido, cumplió a cabalidad, y me reservó un cuarto en la pensión que el Club Real Betis rentaba para sus juveniles. El Betis rivalizaba con el Sevilla Fútbol Club por la hinchada local. Muy pronto hice amistad con los jugadores y compartí con ellos y sus fanáticos el grito de guerra característico: ¡Viva er Betis manque pierda!

Ni bien llegado a España averigüé la fecha en que jugaría el Real Madrid y me alojé en una pensión cualquiera (la beca no permitía lujos) y compré mi entrada en el Santiago Bernabéu. Fue una tarde gloriosa en que se lució ‘Cañoncito pun’, apodo con que los madridistas conocían al húngaro Puskás, que naturalmente hizo un gol.

Mis viajes Sevilla-Madrid-Sevilla fueron varios, casi siempre incluían la obligada visita al Chamartín. Hacia el final de mi estadía descubrí que mi visa estaba casi vencida, pero no renuncié a ver mi último partido de fútbol y al día siguiente tomé el tren, con la idea de renovar mi documentación en la oficina de un regordete español que oficiaba de cónsul peruano en Sevilla.

Viajaba en “segunda” cargando una maleta llena de libros que me impedía tomar “tercera” y ahorrar unos cobres. Ya cerca de lo que hoy es la estación de Santa Justa, dos sujetos vestidos de traje y corbata, no necesariamente elegantes, se acercaron a mi asiento y me pidieron el pasaporte que había vencido el día anterior. Ninguna explicación fue escuchada y fui obligado a acompañarlos a lo que parecía una oficina semioculta en una calleja de Sevilla.

Como todos los extranjeros, yo conocía las truculentas historias de la Brigada Política Social y había sido testigo del abuso de “los grises” (Policía Armada) contra gitanos. Supuse y acerté que esta vez se trataba de la CGP (Cuerpo General de Policía). Quien nos recibió en el local policíaco fue un tipo gordo y mal encarado, que abrió mi pasaporte luego de que fue enterado de mi arresto. No me dejó hablar y empezó a preguntarme “¿para qué fue a Italia?”. Interrumpió mi respuesta, gritando “¡viaje sin razón!”, pero de pronto, de mi pasaporte cayó muy dobladita la carta de Gregorio Marañón. El sujeto la leyó dos o tres veces y luego aulló a sus subordinados “¡Se han equivocado, bestias! Lleven al señor Millones a su casa de inmediato”. “¡Tú no!”, dijo señalando al que parecía ser el superior de los dos desconcertados policías, y dirigiéndose al otro volvió a gritar: “¡Que te acompañe Toribio!”, por una tercera persona que se materializó en el acto. Me devolvió el pasaporte y murmuró algo que sonaba a disculpa.

Todo sucedió en 1963, todavía guardo la carta de don Gregorio.