Por cuatro años invertí la última columna de diciembre en dejar por escrito compromisos personales para los 12 meses siguientes, con la esperanza de que, al hacerlos públicos, la obligación por darles cumplimiento sea mayor. Aprender tal idioma. Visitar tal destino. Retomar tal lectura. Asumir tal reto. Erradicar tal vicio.
Sin embargo, la táctica terminó siendo engañosa, pues las promesas, una vez escritas, poco a poco iban olvidándose, quedando la mayoría en calidad de deuda. Tan fallida experiencia dejó una lección evidente: las cosas hay que hacerlas, no jurarlas. Hoy, entonces, lo propicio no es atisbar el año que vendrá.
En mi caso, pese a las numerosas bajas (artistas que idolatré, familiares que quise, amigos y colegas que extrañaré), este 2016 ha sido memorable. Para empezar, me casé con Natalia, lo cual es más que suficiente para arrojar un saldo positivo. Fue un sábado de marzo, un día al que no le cambiaría nada (tal vez dos whiskies menos).
Desde ese día, los usos y costumbres de la vida marital me han deparado grandes satisfacciones: la inesperada familiarización con la tabla de picar, el aprendizaje de las múltiples funciones de la olla arrocera y el dominio de la técnica del lavado en seco, entre otras faenas domésticas para las que no sabía que poseía destreza.
Pero si tuviera que escoger un momento de veras aleccionador de este año, pienso en ese día de noviembre en que los organizadores de la Feria del Libro de Guadalajara me enviaron a Lagos de Moreno, un pueblecito mexicano ubicado a dos horas del centro de la ciudad (donde, según el escritor tapatío Juan Pablo Villalobos, “hay más vacas que personas y más curas que vacas”).
Allí tuve un encuentro fantástico con los alumnos de la Preparatoria Regional, unos 200 chicos de entre 15 y 17 años que, desde que bajé de la camioneta que me transportó, me recibieron como si fuera Justin Bieber.
Cuando los vi, alineados en tumultuoso comité de bienvenida, flameando banderas peruanas de cartulina hechas por ellos mismos, pensé que se trataba de un malentendido. “¿Está seguro de que me esperan a mí?”, le pregunté antes de bajar del vehículo al profesor de Educación Física que me había llevado. “¡Pos, claro! ¡Lo esperan hace semanas!”, contestó. Pensé que exageraba, pero al ver mi propio nombre escrito con letra de gran tamaño en distintas pancartas, ya no me quedaron dudas. Avancé con cautela entre el gentío uniformado y enseguida vinieron los calurosos saludos de los profesores y hasta de la plana directiva. Mientras los oía, evalué la posibilidad de estar envuelto en un tragicómico caso de homonimia. “Debe de haber en este pueblo una celebridad que se llame igual que yo”, me dije.
A la media hora me hicieron pasar a un auditorio rebosante de público, y después de los 60 minutos que tardé en una perorata que ya no puedo recordar, los alumnos no solo estallaron en aplausos, sino que se acercaron ofreciéndome un repertorio de bailes típicos, arreglos florales, diplomas escritos a mano, dibujos y hasta dulces preparados esa mañana por sus madres. A esas alturas del agasajo, yo ya me sentía un alcalde, un obispo, un comendador, una vieja gloria de Jalisco.
Luego me enteraría de que, para los alumnos de la escuelas más alejadas, la Feria de Guadalajara representa el gran evento del calendario; por eso todos los años se convierten en anfitriones de algún escritor extranjero; un escritor al que probablemente nunca más volverán a ver, y del que esperan recibir algún tipo de luz o consejo útil para el futuro.
Pero, claro, al final del intercambio es uno el que sale reconfortado, convencido de que alguna de las decisiones difíciles que en su momento pareció disparatado tomar, al menos una, valió completamente la pena.
Esta columna fue publicada el 31 de diciembre del 2016 en la revista Somos.