El invento de la imprenta por Gutenberg desató en su tiempo una ola de críticas. A la teoría de que era peligroso poner al alcance de “la plebe” la cultura a través de tanto libro, se sumaron voces que decían que la juventud se perdería en el ocio y la distracción de leer dejando de esa manera de trabajar y hacer cosas provechosas (igualito a lo que hoy se dice de la juventud y las computadoras, los smartphones y las redes sociales). Incluso, en pleno siglo XIX, el dos veces primer ministro británico Benjamin Disraeli llegó a decir que la mayor desgracia que le había caído al hombre era la imprenta porque había destruido la educación.
La información democratiza el poder porque nos da la posibilidad de elegir entre más opciones. A quienes no les gusta democratizar ese poder, la difusión de información les es peligrosa porque con ella se da a conocer tanto lo que nos gusta como lo que no nos gusta.
Algunos querían decidir lo que debían leer los demás. Entonces a Gutenberg se le respondió con la censura.
El caso más notable es el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum o Índice de los Libros Prohibidos (más conocido como el Índex), una relación de publicaciones prohibidas y perseguidas por la Iglesia Católica. Este incluía a autores como La Fontaine, Descartes, Montesquieu, Copérnico, Zola, Balzac, Victor Hugo (“Los miserables” recién se retiró del Índex en 1959), Pascal, Hume, Kant, Darwin o Sartre. Incluso hasta “Los tres mosqueteros” de Dumas estuvo incluido, pues se consideraba anticlerical el trato que daban al archienemigo de D’Artagnan y sus amigos, el cardenal Richeliu. Otro ejemplo interesante es la del sexólogo holandés Theodoor Hendrik van de Velde, autor del manual de sexo “El matrimonio perfecto”, en el que se animaba a los matrimonios a disfrutar del sexo.
Pero la cesura no se limita a la Iglesia. “1984” de Orwell, el “Ulises” de Joyce, “El gran Gatsby” de Fitzgerald, entre otros, fueron censurados en Estados Unidos por contener material sexual explícito. “Harry Potter” ha sido también censurado en ese país para su uso en educación por considerar que va en contra de las enseñanzas cristianas. Algo similar ocurrió con “El mago de Oz”, pues se pensaba que fomentaba la brujería. “Sherlock Holmes” fue censurado en la Unión Soviética por las creencias esotéricas de su autor (Arthur Conan Doyle). Y “Alicia en el país de las maravillas” fue censurado en China por darle a los animales la capacidad de interactuar como los humanos.
Somos libres de expresar que lo que dicen esos libros nos gusta o no. Somos libres de criticar sus ideas o sus personajes o los valores que difunden. Somos libres de no leerlos. Pero no somos libres de impedir que otros usen su libertad para leerlos.
Somos libres de marchar contra la llamada televisión basura. Programas como “Combate” o “Esto es guerra” me parecen estúpidos y sin gracia. Si los dueños de los canales me pidieran mi opinión, les recomendaría que los saquen. Pero esa es mi opinión y puede diferir de la de otros. El problema es pretender que la ley o las interpretaciones de esas leyes limiten la libertad de esos otros. Las opiniones se combaten con opiniones, no con leyes.
¿Y los niños? Pues la facultad de decidir qué ven o qué no ven los niños es de los padres, no del Estado. Es legítimo que un padre censure lo que su hijo debe ver. Lo que no es legítimo es que esa censura sea decidida por otros.
Wendell Phillips decía que la pólvora hizo para la guerra lo que la imprenta ha hecho por la mente. Las malas ideas son tan necesarias como las buenas para ejercitar nuestra inteligencia, entrenar nuestra tolerancia y ejercer nuestra libertad. Así podemos aprender a distinguir lo bueno de lo malo, porque la censura no es sino engañar a nuestra mente privándola de la posibilidad de juzgar. Parafraseando a Bentham, es imposible medir el mal que causa la censura porque es imposible decir dónde termina.