¿Qué ha traído de nuevo la investigación histórica realizada en estos últimos años sobre la independencia? Hoy, que con la conmemoración de la victoria de Ayacucho cerramos el ciclo celebratorio del bicentenario, parece pertinente lanzar esta pregunta. ¿Se ha renovado nuestro relato sobre el nacimiento de la patria, o simplemente hemos reforzado la tesis de la “independencia concedida” popularizada en los años 70, que enrostró a la élite criolla su falta de convicción y nacionalismo?
De un lado, podríamos decir que este tema se ha superado (otros podrían pensar que, más bien, se ha disimulado), enfocando el proceso de emancipación de las colonias hispanoamericanas como un hecho continental, en el que un análisis a partir de la demarcación de los países actuales carece de sentido. Las rebeliones separatistas comenzaron más fácilmente en los territorios marginales o colonizados tardíamente, y avanzaron después hacia los núcleos centrales, donde el poder metropolitano yacía encajado más sólidamente. De otro lado, la crisis actual de los nacionalismos hace que la actitud de la élite virreinal de preferir una autonomía moderada a la ruptura radical con la monarquía peninsular pase ahora por un acto de madurez o sabiduría antes que por flaqueza de patriotismo. Fustigados ayer como traidores, personajes como José de la Riva Agüero y José de Torre Tagle comienzan a ser rehabilitados como líderes que, preocupados por el sometimiento del país a la dictadura bolivariana, se propusieron peruanizar la independencia.
La recopilación de fuentes que hizo la generación de historiadores del sesquicentenario y la búsqueda de documentos en nuevos repositorios permitieron, por su parte, el estudio de nuevos temas, entre los que ha descollado el de la guerra como experiencia social. La independencia halló su oportunidad y motivo en la crisis de la monarquía española, pero, aunque debilitada por tal circunstancia, ella tenía por aquí súbditos leales en todas las clases sociales, que fuera por apego al rey o por dudar de la conveniencia de una ruptura a cañonazos, salieron a enfrentar a quienes hablaban de autonomía y libertad. Las guerras más crueles y sangrientas han sido siempre las civiles. Las de nuestra independencia no fueron la excepción. Los partes de batalla, las cartas y las memorias de los combatientes han permitido aproximarnos a lo que para la sociedad significaron los 15 años de una guerra fratricida, librada entre 1809 y 1824.
Esa era de violencia tuvo un impacto profundo en las jerarquías sociales, las actividades económicas y las ideas políticas de sus actores. La producción agropecuaria sufrió la requisa de mulas, cosechas y animales. Muchos esclavos, que eran la mano de obra más valiosa de las haciendas, desertaron, enlistándose en las milicias o los ejércitos de uno y otro bando. Las minas fueron varias veces saqueadas, sus labores quedaron sin operarios y el comercio dejó de fluir ante la inseguridad de los caminos y la falta de animales y forraje. La incertidumbre en la que se vio sumida la tierra paralizó las inversiones y promovió la salida de capitales. Tomó décadas salir de ese marasmo, hasta que llegó el milagro del guano.
La guerra conmocionó tanto a sus actores de a pie como a los de a caballo. Implicó la movilización de miles de hombres fuera de sus pueblos y regiones. Para dicha movilización hubo que negociar con caciques y líderes comunales, que no fueron mancos a la hora de lograr concesiones y prebendas. Formalmente, pudo parecer que la independencia no trajo cambios importantes en la organización social y económica de la nación, pero los cimientos del antiguo orden habían sido removidos, lo que facilitó ciertas reformas liberales en las décadas siguientes, como el derecho de los indios al sufragio en las elecciones parroquiales y la abolición del tributo y la esclavitud.
El bicentenario no nos ha dejado nuevas estatuas, ni un local digno para el archivo nacional, pero sí una nueva historia.