Una casa refleja el poder de un hombre, y el del tiempo. Congrega los estilos que nadie imaginó juntos, deja atrás materiales para dar paso a nuevos, resiste, resiste como hizo desde el principio en una esquina de la vieja Lima, pues fue quizá la última mansión construida en el centro antes que los bríos modernistas llegaran a la capital, antes que Leguía, las grandes avenidas, el automóvil y el asfalto impulsaran la expansión de la ciudad hacia nuevas urbanizaciones como San Isidro, Miraflores y Barranco.
Coqueta y suntuosa, la Casa Fernandini se yergue sobre los jirones Ica y Rufino Torrico, vecina de bulliciosas imprentas y casonas de estirpe como lo sigue siendo la Casa Larriva, donde funciona la asociación cultural Entre Nous. Frente, un mural de estilo pop homenajea a Chabuca y el Teatro Municipal. Fue esta mansión el encargo de don Eulogio Fernandini de la Quintana, empresario minero, dueño de una de las fortunas más importantes del país, a Claudio Sahut, arquitecto francés que había llegado al Perú en los primerísimos años del mil novecientos para protagonizar una verdadera revolución urbana y estética.
La mansión debía destacar entre las de su tiempo. Hacer convivir en ella la sensibilidad hacia el arte, el gusto por los detalles, y revelar en su propia estructura los signos de poder de quien habitaba en ella. Al menos esa parecía ser la consigna. Su fachada de dos pisos, en esquina, refleja la fascinación por los elementos ornamentales del art nouveau. Luce paneles polícromos de mayólicas, decoraciones florales en yeso y balcones de fierro. Amplios salones animados con molduras de estuco y coloridos vitrales de gusto modernista muestran la predisposición al ecléctico. En la casa, elementos del rococó y del neoclásico remontan a una diversidad de paisajes.
Fue impactante, entre casonas coloniales y republicanas cercanas, la instalación de un ascensor OTIS al lado de la escalera, el cambio del adobe y la quincha al concreto ciclópeo, el ladrillo y el cemento. Cemento Portland, agregan Moisés Cueva y Eiko Castillo, quienes viven sumergidos en los documentos que abundan en los recintos de la casa y que han tomado su vida por asalto. Documentos que, lejos de abrumarlos, confrontan, encuentran, analizan, catalogan, archivan con pasión, orgullo y guantes quirúrgicos, pues hay cartas de cartas, fotos, recibos y papeles que viajan tan atrás como los primeros años del 1600.
Don Eulogio era un visionario. Un hombre que no dudó en apoyar económicamente al país en momentos críticos. Fue un emprendedor indesmayable, al igual que su entrañable amigo y socio Antenor Rizo Patrón. Comenzó joven y a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Era atleta. Trabajó siempre duro, en condiciones extremas, examinando el potencial que ese mineral que tenía entre sus manos traería a la comunidad. El hallazgo de una inmensa veta de vanadio no fue suerte. Fue el resultado de largas caminatas, tenacidad y años en las alturas andinas. Encontró la muerte en su propia casa en la madrugada del 24 de diciembre de 1947. Hoy como ayer los vitrales siguen bañando de luz la intimidad de la casona. Y las palabras que antes paseaban por entre los salones y habitaciones han tomado la forma de la tinta, el papel, y un poderoso silencio.