Hace unas dos semanas, la Municipalidad Metropolitana de Lima colocó conos y macetas en algunas vías del centro de la ciudad para ensanchar los pasajes peatonales. El tránsito vehicular quedó restringido a un solo carril. Evidentemente, no fue del agrado de los motoristas transitando por el Centro Histórico. Eso era de esperar. Lo que llamó la atención, sin embargo, es que varios políticos y opinólogos fueron directo a la yugular del alcalde metropolitano comentando que la medida era inapropiada porque “Lima no es Miraflores”.
Claro que no lo es, ¿pero en qué sentido? Por ejemplo, la congresista Lourdes Alcorta considera que no se ha tomado en cuenta que las calles del Centro Histórico son muy angostas. Por eso exigió que el alcalde Jorge Muñoz hiciera “trabajo de campo”. Creo que la congresista debe seguir su propio consejo: no hay calles más estrechas que las del centro miraflorino. Además, no entiendo la lógica. Si las calles son angostas, ¿no es mejor restringir y ordenar el tránsito?
Pero yendo al fondo del asunto, es preciso comprender que el Centro Histórico jamás fue del auto, como bien señaló Angus Laurie en su columna de hace una semana. La urbe trató de adaptarse al vehículo personal y hasta intentó acomodarlo, pero al final siempre resultó incongruente con su habitabilidad. La explicación es sencilla y está al alcance de la inteligencia más básica: la densidad poblacional hace imposible e indeseable que los residentes posean un automóvil particular. Poco tiene que ver con el ancho de las vías.
El auto, además de ocupar más espacio, contamina y siempre representa un peligro potencial para los transeúntes. Es la forma de transporte de una minoría, que muchas veces solo está de paso. Por esa razón, no es el sostén económico de la urbe central (como sí lo es en un centro comercial como el Jockey). Por el contrario, los peatones –residentes y visitantes– son los que le otorgan vitalidad económica y social al centro citadino al consumir en sus restaurantes y tiendas, comprar en sus librerías y mercados, acudir a sus museos, bibliotecas, teatros y cines.
El problema del auto, entonces, no es nuevo. Sebastián Salazar Bondy escribió hace más de 50 años que había dejado de ser una herramienta de trabajo para convertirse en un aparato que alejaba a una minoría de la realidad citadina. Como consecuencia, escribió: “De ahí a divorciarse de la realidad colectiva, del hervidero múltiple de la comunidad, de los problemas que en la vida pública vive el mayoritario peatón solo hay un paso”. Y este paso lo siguen dando aquellos que defienden su uso indiscriminado en los centros históricos.
No hay sociedad más enamorada del automóvil que la estadounidense. Un poco más del 90% de los hogares tiene por lo menos un auto. Sin embargo, en Manhattan este porcentaje solo llega al 22%. Las razones son obvias. Primero, porque no se precisa un vehículo privado para acceder a buena parte de lo necesario; solo se requiere caminar, utilizar una bicicleta o usar el transporte público. Segundo, porque es muy caro mantener y utilizar un vehículo.
La restricción del auto particular por razones económicas (costo), no obstante, es intrínsecamente discriminatoria porque entrega las calles a unos cuantos privilegiados que pueden pagar su alto precio. Es por esta razón, entre otras (ambientales, por ejemplo), que en los centros de muchas ciudades del mundo se está optando por una fuerte restricción o prohibición a todos los vehículos, especialmente los que funcionan a diésel o gasolina.
La ciudadanía todavía se ejerce fundamentalmente a pie, sea acudiendo a votar, movilizándose en la calle para defender derechos, reuniéndose en un parque para dialogar o trabajando juntos para superar un problema de la comunidad. En la vereda, todos somos peatones y no hay la enorme distinción de rango que introduce el automóvil, más aun en un país con solo un vehículo por cada 14 habitantes. La peatonalización de nuestros centros urbanos es una forma de restablecer la ciudadanía de a pie que, en la actualidad, se encuentra hasta las patas.