No sé si eso llamado fusión es lo más exacto para denominar los complejos cruces que el Perú vive en materia cultural. Acaso podemos hablar de contubernio, donde lo ‘chichayanqui’, como llamo yo a los afiches estridentes de conciertos folclóricos pero resignificados en el arte, o lo ‘eurolorcho’, que sería ese triángulo amoroso entre un buen trozo de carne Angus, chincho y hongos de Porcón, son junturas que se dan no solo en la comida sino también en la moda, el diseño, el arte, la arquitectura y demás manifestaciones.
Escribo a propósito de Mistura, de la marca-país, de la P de la cola del mono Nasca, del orgullo de ser peruanos, de las bombas y apagones de los años ochenta, y de ese chiste que por aquel entonces tenía mi amigo Nicolás Yerovi y decía que el Perú tenía salida: el aeropuerto. Nos doblábamos de la risa, aunque en el fondo sabíamos que era cierto. Nos ponía tristes reír así.
Estábamos sumidos en el desastre durante esa década. Éramos víctimas absolutamente de todo. Hiperinflación, terrorismo, inestabilidad de todo tipo, en fin, para qué recordar si ustedes mismos lo vivieron. Todo lo bueno empezó a pasar desde que agarraron a Abimael. Apareció el olluco en un restaurante finísimo. La hoja de coca puso verde al pisco sour. El aguaymanto se reconoció como un manjar. Y dimos un paso más. Servimos pachamanca a la olla, probamos de la quinua su quinotto, nos volvimos tan chauvinistas con la comida como con el país.
Empezamos a decir que no había comida como la nuestra, que no había mujeres como las nuestras. Luego dijimos, para colmo de males, que no había playas como las nuestras. Es decir, nos volvimos insufribles. Pues lo único que no hay como los nuestros son los políticos. Esos sí son inigualables, únicos e irrepetibles.
Cuando yo era chiquilla, era imposible imaginar una marca país, porque era imposible imaginar un país. Menos aun que alguien fuera capaz de ponerse esa camiseta con la P, camiseta que hasta hace poco los peruanos nos poníamos con amor a flor de piel. En los ochenta ofrecíamos poco atractivo para el turista. Menos para nosotros.
Cuando llegó la bonanza, llegó con su recutecu de orgullo. Subió la fiebre. Como era de esperar, hicimos fiesta. En los noventa, más fiesta. Y en los dos mil, nos vino la meningitis (bacterial). Amamos hasta la más mínima cosa que tuviera que ver con el Perú y sobre todo con su comida, que ya no era comida sino gastronomía. Aunque supiésemos poco o nada de ella. Tanto, que tomábamos chicha de jora en Palacio encantados de la vida. Metimos un bus rojo con la P de Perú en el corazón noble de Nebraska y en Loreto, Italia. Buena movida, sí.
Pero hoy, las nuevas generaciones ya no se ponen la camiseta, y no están festejando cada cosa que sale de nuestra tierra. Y es que andan mirando el mundo y no el Perú. Ahora el reto yace en desarrollar, dentro de una globalización salvaje, anomizante, aquellas diferencias que nos hacen realmente únicos, especiales, hermosos.
Diferencias como huacas milenarias, balcones coloniales, danzantes de tijeras, tradición textil, retablos ayacuchanos, caballos de paso, y sí, algo de la comida peruana quedará en los paladares, porque de todo hay en este paraje entre pedregoso, áspero, frondoso y surreal que es el Perú