“Este tipo de burla parece haber generado poder y, también, un temor típico del peruano adulto, que lo priva de su libertad cotidiana”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Este tipo de burla parece haber generado poder y, también, un temor típico del peruano adulto, que lo priva de su libertad cotidiana”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Alexander Huerta-Mercado

Poco después de los eventos del 11 de setiembre del 2001, el comediante Gilbert Gottfried comentó, en un evento público; “Tengo que salir temprano para tomar un avión a Los Ángeles. No conseguí un vuelo directo, el mío tiene que hacer escala en el edificio Empire State”. El público rio tímidamente y se oyó un grito: “Es demasiado pronto”.

Esa voz anónima (siempre hay una voz anónima entre el público) nos recordó que hay una relación importante entre el humor y el contexto, y la última semana esta se nos ha hecho muy clara en el Perú.

El humor en Occidente ha estado relacionado con la libertad de expresión y, sin embargo, la importancia social de la risa nos ha interpelado acerca de los límites de la libertad. En primer lugar, si la libertad fuera ilimitada, no habría humor (pues el humor siempre tiene algo de subversivo). En segundo lugar, en un mundo cada vez más globalizado, no se puede esperar que la sensibilidad o el concepto de ‘ser libre’ sean lo mismo para todos los grupos humanos, como se ha visto en la reacción a los chistes de corte religioso en Europa.

En tercer lugar, una cosa es cuestionar una coyuntura social, como Charles Chaplin lo hizo con Adolf Hitler, como Los Chistosos lo hacen con nuestra vida política o como Carlín y Heduardo lo hacen con sus caricaturas. Y otra muy distinta es burlarse de aspectos que el burlador considera esenciales a la persona, como su apariencia o sus desafíos físicos. Si recordamos el patio del colegio en el recreo o en la hora de Educación Física, recordaremos al matón que se burlaba de los que consideraba débiles. Este tipo de burla parece haber generado poder y, también, un temor típico del peruano adulto, que lo priva de su libertad cotidiana y de su creatividad por el “miedo a que se burlen” de uno, en el que siempre imaginamos al resto como un matón de patio.

El problema es que esta imagen de “matones del patio escolar” que generaba seguidores –unos por simpatía y otros por miedo– y que aislaban “al otro” a través de la burla es una metáfora que define perfectamente las relaciones en el Perú moderno (que se parece tanto al Perú colonial).

Que un candidato al final de un debate activa las alarmas que nos recuerdan dolorosamente la tendencia colonizadora occidental que, en cualquier parte del mundo, comienza imponiendo sus propios patrones de limpieza, extrema y diferenciadora. En nuestro caso, además, la acción rememora el hecho de que una vez declarada la independencia, se procuró legalmente indicar la igualdad de las personas sin distinguir su grupo étnico. Así, las élites desarrollaron su propio racismo a través de la burla, que buscaba hacer escarnio de la diferencia. De esta manera, desde la ciudad, “el olor de los otros” los denotaba como un grupo sucio y poco civilizado, y la pretensión “de modernizarse de los otros” los denotaba como huachafos.

Poderoso como es el humor, también se cuestiona a sí mismo y es cuestionado a su vez por la sociedad misma. El equilibrio de poder en el Perú se ha visto revisado y hoy en día resulta incómodo reírse por aquella burla que naturalizaba el racismo, el machismo, la homofobia y la burla a la apariencia y a la procedencia social.

nos definía como un pueblo que había hecho de la broma un sustituto de la rebeldía y, como mencionaba más arriba, el humor será siempre una forma de interpelarnos: poco a poco hemos aprendido a burlarnos de nosotros mismos (como con los memes) y de burlarnos de aquellos que confunden humor con matonería.

Lo que nunca debemos olvidar es decirles, con humor, a los que tienen el poder que nos damos cuenta de sus acciones. El humor ha sido parte de nuestra vigilancia de abajo hacia arriba, como debe ser.

El popular animador televisivo Augusto Ferrando, que por mucho tiempo representó al humor criollo que ahora interpelamos, era consciente de que tenía el poder que le daba administrar la burla y, sin embargo, cuando le preguntaron por qué no quería dedicarse a la política, respondió: “Es que a mí me gusta hacer reír a la gente, no que la gente se ría de mí”. Un crack.