Que finalmente el Tribunal Constitucional haya ordenado la liberación de Fujimori argumentando que la Corte Interamericana de Derechos Humanos no era competente en ese caso, generando una apariencia de desacato, es responsabilidad principalmente de la corte, porque extralimitó sus atribuciones y fue más allá de lo que es admisible para un estado soberano.
Los argumentos jurídicos ya han sido explicados por varios constitucionalistas: la corte es un órgano de protección de derechos y llegan a ella los casos en los que algún derecho fundamental no ha sido satisfecho en la jurisdicción nacional. En este caso, el derecho de Fujimori a su libertad producto de un hábeas corpus que, a su vez, se genera en un indulto que es una gracia presidencial establecida en la Constitución, quedó reconocido en sede nacional. Por lo tanto, no podía verse en sede internacional. Al hacerlo, la corte más bien desprotegía al sujeto del derecho en cuestión.
La corte intervino a título de “supervisión de ejecución” de unas sentencias suyas dictadas en los casos de Barrios Altos y la Cantuta, pero, como ha argumentado Natale Amprimo, esas sentencias ya han sido acatadas y cumplidas plenamente por el Estado Peruano. “No puede, entonces, introducirse en procesos distintos en los que no es competente… y sus resoluciones no pueden implicar la limitación del ejercicio de facultades constitucionales otorgadas al presidente de la República, como es la de otorgar indultos”. Además, según José Luis Sardón, el procedimiento de “supervisión de ejecución de sentencias no se ajusta a la Convención Americana de Derechos Humanos; es activismo judicial puro y duro”.
Pero la corte no solo se extralimita. Lo hace cometiendo injusticias, originadas en una posición política o ideológica que la inclina hacia un lado. Recordemos, por ejemplo, el caso del magistrado del Tribunal Constitucional Vergara Gotelli, cuyo voto fue cambiado por cuatro otros magistrados del propio TC para negar un hábeas corpus en favor de los marinos en el Caso El Frontón. Se trató de una alteración punible de un voto. Cuando el Congreso procedió a investigar el caso, la corte le ordenó no hacerlo. Santificó un delito.
Pero no solo santificó un delito. Interrumpió un proceso local de justicia. En esencia, interfirió en un proceso de dilucidación y solución nacional de asuntos políticos y jurídicos para el que el Perú debe tener autonomía. Es institucionalmente castrante que nuestro país no pueda tomar decisiones propias acerca de asuntos de la más alta importancia política tales como resolver problemas traumáticos que generan ‘impasses’ y mantienen heridas abiertas. Como el indulto a un expresidente, por ejemplo.
Si el Perú no tiene soberanía propia en temas judiciales trascendentales, nunca aprenderá a ejercer el dominio de su propio destino. Si no es autónomo en asuntos que atañen a su más íntima salud política, que tienen que ver con su capacidad de organizar la convivencia ciudadana, jamás llegará a la mayoría de edad institucional. Menos aún si para ello depende de instancias externas que ni siquiera son imparciales desde el punto de vista político e ideológico.
Se argumenta que la soberanía nacional ya no existe o es muy relativa, y la prueba es que en lo económico la Organización Mundial del Comercio dicta sanciones y los tribunales internacionales resuelven demandas de inversionistas extranjeros en nuestro país. Pero no es comparable. Esas inversiones son justamente extranjeras y el flujo e intercambio de bienes y capitales se da en el ámbito global. Entonces, se requiere de un árbitro global. Pero las relaciones políticas se dan en un ámbito nacional, que se autodetermina, y lo que necesitamos es fortalecer nuestra estructura constitucional para autodeterminarnos mejor.
Por eso, el Perú debería salirse de la CIDH y regresar a ella haciendo reserva de los temas políticos y de terrorismo. Por la salud de nuestra democracia.