Cuenta la tradición no confirmada por la historia que cuando Fray Luis de León, uno de los más grandes teólogos y poetas de la segunda fase del renacimiento español, retornó a dictar clases en la Universidad de Salamanca en 1577, luego de pasar cuatro años injustamente encerrado por la Inquisición, fue ovacionado por sus estudiantes que lo esperaban con ansiedad y admiración. Fray Luis, sereno, comenzó su alocución, no sin ironía: “como decíamos ayer”.
No es exactamente nuestro caso y esperemos que la Inquisición nunca vuelva; sin embargo, estos días han marcado el retorno a las aulas físicas de miles de profesores y estudiantes en todo el país.
Los espacios vacíos han vuelto a llamarse salones de clases a lo largo de este mes y han recibido alumnas y alumnos, profesoras y profesores, luego de una interrupción de dos años que, asumo, ha sido el cambio más drástico que ha sufrido la educación occidental cuya característica desde la invención de la escritura, como lo atestiguan los murales, ha sido la clase presencial. Durante cinco mil años, la historia occidental ha visto tantos maestros, pero un número mayor de estudiantes, algunos atentos, otros aburridos, algunos durmiéndose en las aulas y otros con temor a ser llamados, algunos escondiéndose para no ser descubiertos y otros haciendo bromas a sus compañeros. Con túnica, sandalias, pantalones cortos o uniformes grises, siempre ha habido alumnos que se copiaban, alumnos que eran tildados de estudiosos o de vagos, los había sociables y populares, como los había tímidos y solitarios. Todos tomando nota en todo tipo de escritura y en tablillas de barro, en papiro, en madera, en hojas de papel, cuadernos engrapados, espiralados o, como últimamente se ha vuelto tendencia, tomando fotos a la pizarra que alguna vez fue trazada en el suelo, después en una pared verde, luego blanca y ahora en una pantalla. Cada vez que el profesor no estaba, el aula era espacio de revolución y risas. El aula fue siempre un espacio de locura y cordura en donde ampliábamos nuestro mundo; es decir, donde no solo aprendíamos sobre el mundo, sino que lo conocíamos a través de nuestros compañeros y compañeras.
Imaginen que el sistema presencial es de las pocas cosas que se han mantenido en los últimos cinco milenios y de un día para otro se interrumpió en casi todo el planeta. Si bien la tecnología ayudó a enfrentar el reto, esta se reveló limitada y no accesible para un grupo todavía muy amplio. Hoy, como ayer, el acto de vernos frente a frente las caras constituye aún la mejor forma de transmitirnos aquello que llamamos “nuestra cultura”.
En realidad, ya me había acostumbrado a dictar a distancia y me temía que volver sería difícil. El decano de Estudios Generales Letras, Julio Del Valle, leyó el pensamiento de muchos de nosotros y nos convocó a que probásemos las nuevas aulas e hiciéramos clases de ensayo con alumnos y alumnas presentes. Luego él mismo improvisó un ágora en la rotonda donde absolvió las preguntas de los muchos chicos y chicas que pisaban por primera vez y muy entusiasmados el campus. La PUCP se abría amistosa y joven en sus primeros 105 años de vida, demostrando que había habido un grupo humano formidable cuidándola durante la pandemia y estaba lista para iniciar el renacimiento en nuestro territorio. Sentí alegría en el ambiente y no miedo, mucho entusiasmo y un espíritu de familia renovado.
Pero, ¿esas personas que pisamos el campus nuevamente somos las mismas personas que lo dejamos hace ya un par de años? No estamos todos y todas, nos faltan quienes se nos adelantaron, quienes han dejado la universidad, quienes han sufrido frontalmente los embates de una realidad aplastante. Hemos tomado conciencia como nunca del hecho de que vivimos en un país que nos desafía a encontrar puentes y caminos de integración y en el que hay una enorme deuda con la educación.
“No podemos regresar como si nada hubiera pasado”, nos ha dicho enfático el rector de la PUCP, Carlos Garatea, “Hemos vivido un momento sumamente complicado, en el que –nuevamente– se han hecho visibles la brechas y necesidades que afectan a nuestro país”, afirmó. Sus palabras indican que ninguna universidad debe ser una isla y, por lo mismo, solo un espacio de enseñanza, sino, principalmente, un lugar en el que todos aprendamos a partir de una convivencia social dinámica, complicada, pero posible y llena de oportunidades de colaboración, donde haya lecciones por aprender y aplicar hacia un bienestar real y común para todos.
Definitivamente, no seremos los mismos. Hemos tomado conciencia de que necesitamos estar más unidos y empáticos, con las miradas y, sobre todo, las mentes más abiertas.
En otras palabras, podemos parafrasear al buen Fray Luis de León al volver a clases presenciales y decir no solo “como decíamos ayer”, sino “como aprenderemos juntos siempre”.
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