Es una buena noticia que el Congreso haya logrado los votos para aprobar, en primera votación, el retorno a la bicameralidad y la posibilidad de reelección parlamentaria (vía un intercambio entre cámaras).
Este es un Parlamento populista y deslegitimado ante la ciudadanía por avalar la impunidad política. Su principal objetivo, al igual que el del Ejecutivo, es completar su mandato. No obstante, está en plena capacidad de aprobar leyes y reformas constitucionales tal y como lo ha hecho en este caso. Una cosa no quita la otra.
Quienes critican la decisión del Congreso, que debe ser ratificada en una segunda votación la próxima legislatura, sostienen que esta no es una verdadera reforma política y que lo único que vamos a tener es más de lo mismo. Pues, en parte, tienen razón.
La reforma no plantea un cambio estructural en la forma como se hace política y, probablemente, en el futuro Senado también tendríamos ‘mochasueldos’ y representantes sembrados por grupos informales e ilegales que buscarán legislar a favor de sus propios intereses. Eso no va a cambiar en el corto plazo.
La reforma implica la existencia de dos cámaras y, por tanto, la creación de una especie de valla adicional al populismo y mercantilismo. No es que estas perversiones políticas vayan a desaparecer, pero el proceso para que vean la luz será un tanto más largo y complejo.
La sola existencia del Senado determina que los proyectos de ley sigan una ruta que no sea una carrera de 100 metros planos como ocurre hoy. No es que de implementarse la reforma habrá más espacios para la reflexión, pero al menos la opinión pública tendrá algo más de tiempo para conocer y eventualmente criticar o reaccionar sobre algunas propuestas legislativas.
Obviamente, todo dependerá del resultado de la elección y de cómo queden conformadas las cámaras. Así como hay chances de que exista un balance entre las mismas (que, por ejemplo, el Senado sea un poco menos populista que la Cámara de Diputados), también es posible que ambas cámaras terminen siendo muy parecidas e incluso compitan por quién es más protagonista.
Pero, así como existe esa chance, también hay una para el balance y la ponderación, pues podríamos tener una Cámara de Senadores que efectivamente sea más responsable que la de diputados. En mi opinión, esa sola posibilidad hace que la idea de tener un Senado sea mejor a la de no tenerlo.
Hace unos meses escribí una columna titulada “El próximo flash”. En esta decía que el poder real se encuentra hoy más en el Congreso que en el Ejecutivo. En esa línea, el día que se transmita el próximo flash electoral (según las reglas, el segundo domingo de abril del 2026), me interesa más el resultado de la elección congresal que la presidencial. No minimizo la importancia del Ejecutivo (miren la calamidad que fue Pedro Castillo y las consecuencias de esta), pero es el Congreso el que finalmente tiene el poder para realizar las grandes reformas (para bien y para mal) y, potencialmente, destruir uno de los principales pilares de nuestra organización como Estado como es el capítulo económico de la Constitución (que es la verdadera intención de la narrativa de asamblea constituyente que maneja la izquierda).
Pues tener un Senado hace que una decisión de esa magnitud no quede en manos de una sola cámara y, por tanto, que tenga el debate y la reflexión sea más amplia. Ya no serían 87 votos en dos legislaturas, sino 87 (de 130) en dos legislaturas en diputados y 42 (de 60) en dos legislaturas en senadores.
La aprobación de una reforma constitucional necesita la máxima legitimidad posible y estar sustentada en el mayor número de votos de los representantes elegidos por la ciudadanía. Eso es una ventaja de la bicameralidad que bien compensa, desde un punto de vista de pragmatismo político, la nueva burocracia que tendríamos de confirmarse la votación en unos meses.