El es el primer poder del Estado conforme a nuestra Constitución.

Está integrado por congresistas, denominación equivalente a legisladores y que otrora también le calzaba a senadores y a diputados cuando disfrutábamos de un régimen bicameral. Nunca resulta inútil recordar que la llamada Constitución Histórica del Perú –aquella que ha sido constante en nuestras 12 Constituciones desde la de 1823 hasta la de 1993– es mayoritariamente bicameral.

Las funciones de un congresista no se limitan a las explícitamente consignadas en nuestra Carta Magna; legislar, ejercer el control político –entiéndase fiscalizar– y representar. Cuando un ciudadano aspira a ser congresista significa que se engarza en dos relaciones principalísimas.

La primera se produce cuando al candidatear se compromete explícitamente a representar la doctrina del partido que lo postula y a sus potenciales electores para que promueva los intereses de su comunidad. Esto se pone de manifiesto desde la campaña para ser elegido, toda vez que se dirige a los votantes y les ofrece lo mejor de sí. De esta forma, si gana su confianza y obtiene los votos necesarios, se convierte en congresista electo.

La segunda relación deviene cuando el candidato, tras ser proclamado congresista electo, asume la función congresal después de jurar cumplir con la Constitución. Un juramento –proviene del latín ‘juramentum’– es la afirmación o negación de algo poniendo como testigo a Dios simbolizado en un crucifijo, según el protocolo del Congreso.

Si uno es creyente, jura ante Dios y, si incumple, la sanción es moral y corresponde al fuero interno. Para la fe, jurar por el creador y mentir constituye una falta grave.

En adición, cuando se jura cumplir por la Constitución –a lo que sí está obligado todo congresista– y no se cumple, los actos de quien así procede rozan con la traición a los electores que le otorgaron su confianza y esperanza al votarlo.

Nuestra Constitución es por demás generosa al sostener que el congresista no está sujeto a mandato imperativo, cuando, en sentido estricto, el ejercicio del mandato congresal debe ser leal al país, y no puede serlo si nos conducimos impune e indebidamente.

No habiendo mayor dignidad para un ciudadano que servir a su Patria –con mayúsculas–, aquello de que “una vez en funciones yo hago y voto lo que me viene en gana, salvo cuestiones de conciencia, o salto de aquí para allá o me declaro independiente” es una desnaturalización del honor concedido.

A pesar de que así lo deberíamos entender todos, electores y elegidos, pululan desvergonzadamente muchos que deshonran la función parlamentaria. Claro, hemos tenido algunos faunos, recuerdo a aquel que juró por la plata en vez de por la patria.

Subrayado lo anterior, la señora congresista fue electa con 54.282 votos. Acaso anticipándose a su voluntad de residir en los Estados Unidos de Norteamérica, presentó un proyecto de reforma constitucional para adelantar las elecciones generales –fórmula presidencial, Congreso e inútil Parlamento Andino–, una iniciativa que la jerga congresal bautizó con el “Nos vamos todos”. El proyecto no prosperó, pero ella sí.

A pesar de haber comentado que su sueldo no le alcanzaba, muy digna, en enero pasado doña Digna Calle tomó sus petates, se trepó a un avión que la condujo a los ‘yunaites’ y empezó a caminar por Miami, creo.

Hasta ahora ha hecho gala de que no está sujeta a nada, acaso ni a la dignidad de un representante del pueblo; por el contrario, le ha sacado lustre al partido político al que pertenece y que la postuló: Podemos Perú.

Tanto ha podido que ha sorteado la manoseada Comisión de Ética. Hasta hoy, no ha sido sancionada y ahora solicita que se le otorguen 60 días adicionales de licencia; un privilegio que no le ha impedido marcar su ‘asistencia’ en el pleno cuando lo ha deseado, ni ser nombrada vocera alterna de su bancada para la legislatura que comienza. Increíble.

Ya estuvo bueno.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier González-Olaechea Franco es PhD en Ciencia Política, graduado en la ENA e internacionalista