La proliferación de decenas de agrupaciones políticas en busca de lograr algún puesto de elección popular ha causado relativo asombro. No obstante, más que por la cantidad de candidatos (o su cuestionable calidad), lo ha hecho por la distancia entre lo que el país necesita y lo que la realidad ofrece.
Ciertamente, esta oferta corresponde a lo que la sociedad peruana ha forjado en los últimos años, dentro y fuera de la política, y más allá de las aspiraciones de bien intencionados observadores y opinantes. La reciente ha sido una época de recurrentes traspiés, aunque también de pasos decididos y conscientes.
Para empezar, el sueño del partido propio corresponde a una sociedad en la que el pequeño emprendimiento se celebra y se penaliza, más bien, el rol que cumplen las instituciones partidarias consolidadas. Desde el desplome del incipiente sistema de partidos forjado en los 80, lo que ha primado es el periódico entusiasmo por nuevas opciones, cada una de ellas con nombres que pueden significar todo o nada.
Las agrupaciones de cuya existencia nos hemos enterado en estos días son –en su mayoría– emprendimientos personales, de incipiente institucionalidad, más allá de cumplir con formalidades y requisitos. Como resultado de ello, muy pocas cuentan con una línea política relativamente clara y, por el contrario, con una pluralidad de reclutamientos que, en algunos casos, confunde.
Son, además, resultado del severo deterioro institucional, acelerado desde el 2016, aunque forjado desde los 90. Si sirve como indicador, de las agrupaciones que componían el Congreso disuelto por Martín Vizcarra, ya solo quedan en pie y son reconocibles Fuerza Popular y Alianza para el Progreso (APP).
Los años recientes han sido de creciente penalización de la actividad política. Este hecho trasciende la esfera judicial. Corresponde, más bien, a esa ligera generalización que suele hacerse: todos los políticos son malos. Quien mejor se sirvió de esta fue el expresidente Vizcarra para lograr el cambio constitucional que prohibía la reelección parlamentaria, aprobada abrumadoramente en el referéndum de diciembre del 2018. Esta iniciativa truncó algunas carreras políticas que ojalá puedan reanudarse.
No debe sorprender, por lo tanto, la vaguedad de los términos que se utilizan para rotular estas organizaciones. ¿Cómo distinguir Perú Moderno de Salvemos el Perú o de Progresemos? Un recorrido por los cerca de 30 nombres obligará a una revisión, incluso, más meticulosa. El panorama invita a la confusión. La situación, en cualquier caso, no es nueva. ¿O significaba algo ser morado, la novedad del 2016?
La sorpresa, pues, carece de todo sustento. Por el contrario, con todos los pasos que se habían dado en el pasado reciente, el único destino posible era este Perú político del 2024: fragmentado, atomizado, efímero y desafecto. En suma, una política que parece vaciada de significado.