No se ha escrito aún la historia de las oportunidades perdidas en el Perú, pero una de ellas sin duda fue la manera como se distorsionó y pervirtió la justa reacción moral de la ciudadanía contra los escándalos de Los Cuellos Blancos del Puerto y los sobornos de Odebrecht. La cruzada anticorrupción que esos indignantes hechos desató fue pronto instrumentalizada por Martín Vizcarra para desplegar una estrategia de confrontación con el Congreso para acumular popularidad hasta cerrarlo, dejando como legado eximio de ese populismo político la no reelección de congresistas y autoridades, solo para que los congresos sucesivos estuvieran conformados cada vez más por personas extraídas de las canteras de la informalidad o de grupos de interés eventualmente mafiosos. Para no hablar de los gobiernos regionales y locales.
Así fue como la cruzada anticorrupción terminó abriéndoles la puerta de la institucionalidad a representantes de economías ilegales o simplemente informales, jugando –dicho sea de paso– en pared con una creciente sobrerregulación de la economía que expulsaba a la informalidad a la mayor parte de los emprendimientos. Los partidos políticos, sin poder presentar a sus mejores representantes –porque no podían reelegirse–, tuvieron que invitar a candidatos que ofrecían dinero y llegada popular.
Al populismo político de Vizcarra se sumó el populismo judicial de los fiscales del Caso Lava Jato, porque ellos también instrumentaron la lucha anticorrupción para sentar en el banquillo de los acusados y encerrar en las cárceles a líderes políticos por hechos que no eran delito, como las donaciones de campaña. Los partidos políticos, que ya venían muy disminuidos desde fines de los 80, fueron declarados organizaciones criminales, algo inaudito en una democracia. Fue el puntillazo final. El Partido Nacionalista desapareció. Fuerza Popular, casi el único esfuerzo genuino de construcción de un partido en una era de descomposición partidaria, fue debilitado y su lideresa, que nunca había administrado dinero público, estigmatizada como corrupta. La elección de Pedro Castillo fue una de las consecuencias, junto con la pérdida general de credibilidad en la democracia.
Las declaraciones verborreicas del exasesor Jaime Villanueva no precisan de dónde salió la tesis de criminalizar las donaciones de campaña, pero sí señalan el papel “casi” director que tuvo Gustavo Gorriti en todo el proceso, sobre todo en el Caso Cocteles –Keiko Fujimori y otros–. Cuando Rosa María Palacios le pregunta si es verdad el dicho de Villanueva: “Gustavo era básicamente el que diseñaba la estrategia de investigación… les decía a quiénes tenían que interrogar, qué tenían que preguntar, dónde conseguir la información”, quien responde es ella a su propia pregunta negando que eso fuera posible, y Gorriti se limita a decir “conversábamos”. Y eso es lo que sin duda ocurría. El peso de las informaciones que, según Gorriti, él traía de Brasil, lo habría convertido en el orientador de las investigaciones de los fiscales, con quienes se reunía incluso en su casa y otros lugares, como admite.
Hubiera sido interesante que le preguntaran cómo así y por qué puso tanta pasión y tanto esfuerzo en un caso de criminalización de la política, pues, como ella misma escribió el domingo pasado en “La República”: “Desde el 2014 sostengo –al principio en solitario– que recibir donaciones de campaña ilícitas no constituía delito –lo es desde el 2019– y mucho menos lavado de activos”. Lo increíble es que la defensa de los acusados cae en la trampa y no va por el lado de denunciar persecución política por algo que no era delito, sino por tratar de demostrar que no hubo tales donaciones, o de perturbar la actividad probatoria, como dice la propia Rosa María.
Insistimos: si queremos pacificar la política y disminuir la polarización, es hora de cerrar estos casos, que pertenecen ya a la historia negra de la fiscalía y la democracia.