Hace 12 años Valentín Paniagua –ilustre peruano– era candidato a la presidencia y nos pidió a un grupo de profesionales apoyo en un eje clave de su campaña: la lucha frontal contra la corrupción. Calculamos que en ese momento más del 10% del presupuesto nacional se perdía por esa razón.
Ha pasado más de una década y el prestigioso economista Carlos Urrunaga estima que desde el 2004 el gasto de inversión de los gobiernos regionales ha sido de unos S/.50 mil millones y el de los 1.800 gobiernos locales se estima en unos S/.100 mil millones; lo que arroja la impresionante cifra de entre S/.15 mil millones a S/.20 mil millones perdidos en corrupción solo entre regiones y municipios. Y con ello se habrían ejecutado unas 300 mil unidades de vivienda popular en el país. Ahora, la corrupción en los gobiernos regionales está bajo los reflectores; pero lo real es que las alcaldías del país tampoco se quedan atrás en este tema; unas más que otras, con excepciones.
Las modalidades más comunes de corrupción municipal son: a) entrega a las autoridades de un porcentaje de la obra pública que puede fluctuar entre el 10% y 20% para obtener la buena pro; b) obra pública innecesaria promovida por las autoridades, ante la expectativa del porcentaje de la comisión; c) planes urbanos que favorecen ciertos intereses o cambios en la zonificación, especialmente en las grandes ciudades; d) obras mal ejecutadas para incrementar los pagos por comisión; e) obras sobrevaloradas. Sin contar otras perlas como la adjudicación de terrenos de alto valor inmobiliario a precios subvaluados.
El saber popular ya acuñó una frase que dice “roba, pero hace”, resignándose a la elección de un alcalde que sabe combinar su beneficio propio con la ejecución de algunas obras que la ciudad necesita.
Lima no es la excepción. Pesan sobre las últimas gestiones las sombras de obras sin un proceso transparente de adjudicación. Ahí están los conocidos contratos a través de organismos internacionales como la OIM o la OEI, cuya razón de ser es diametralmente opuesta a los fines a los que se prestan. El objetivo es burlar los controles.
El drama de esta realidad es que se ha creado ya una cultura de la corrupción admitida cómplicemente por profesionales, empresas y el propio aparato municipal. Nada camina si no se aceita previamente.
La participación ciudadana, designada hace una década como el ojo vigilante de la sociedad civil, no ha podido enfrentar ese poderoso afrodisíaco del poder y su secuela de corrupción. Es evidente que han faltado mecanismos de control (¿dónde estaban la contraloría o la Sunat?) del Estado. Si no fuera por la opinión pública y campañas como las de El Comercio, la corrupción en las regiones, hoy investigadas, estaría medrando impunemente.
Solo queda exigir una reforma del Estado, castigar en las urnas a los partidos con corruptos y fortalecer el rol fiscalizador de la prensa libre.