Tenía veinte años y veinticinco soles para mi viaje a Machu Picchu, pero los deseos de conocerlo encontraron el mismo entusiasmo en Antonio del Busto, y nos decidimos a correr la aventura. No hubiéramos llegado sin el oportuno compañerismo de los alumnos de la promoción del Colegio León Pinelo, que nos acogieron en el vagón que tenían reservado para ellos, así que viajamos de Arequipa a Cusco, sin pagar los pasajes.
Espero que la reapertura del ingreso al monumento estrella del Perú se haga con todas las precauciones del caso, no solo por la pandemia, sino por el cuidado que merecen sus edificios. De hecho esta vez tendrá la ventaja de tener menos visitantes que en los años anteriores, que por su volumen han estado deteriorando los ya muy gastados restos de su grandeza.
El espacio construido se ubica en el macizo cordillerano que separa los ríos Vilcabamba y Urubamba. Estamos al este del Cusco, donde comienza la gradiente de la Cordillera Oriental, por lo que las montañas se tiñen de verde amazónico. La zona monumental se alza sobre una prominencia rocosa a unos 2.470 metros sobre el nivel del mar, no muy lejos de la ciudad del Cusco, apenas a unos 120 kilómetros. Desde la conjunto arqueológico se pueden ver los cerros que se elevan sobre el cañón de Torontoy, cuyo nevado podemos apreciar desde las ruinas, aunque resulta menos impresionante que el cerro La Verónica o que la montaña sagrada Salkantay, al sur de Machu Picchu.
Deslumbrados por los macizos rocosos, los visitantes no suelen reparar en la flora y fauna que rodea el centro ceremonial de Machu. La vegetación que trepa desde el bosque tropical es el lugar perfecto para que se multipliquen los helechos arborescentes y las begonias gigantes. Con ellos la belleza de las bromelias y orquídeas han hecho del lugar uno de los más concurridos por los especialistas y aficionados. En quechua a las orquídeas se les llama ‘wiñaywayna’ –es decir, “siempre joven”–, aludiendo a que sus colores (lila, azul y rojo) florecen todo el año. El mismo nombre se aplica a un conjunto arquitectónico situado en el borde del “camino inca”, al sur de Machu Picchu, pero ya en sus inmediaciones, a unos seis kilómetros. Aunque se descubrió para sus visitantes mucho después (1942) de que Hiram Bingham abriera el santuario al conocimiento científico de la región, a principios del siglo XX.
Machu Picchu no puede ser entendido fuera del contexto de las transformaciones operadas en el valle de Urubamba en el período de expansión del imperio incaico, desde 1400 en adelante. Fue en esta época en que los gobernantes del Tawantinsuyu pudieron movilizar miles de trabajadores temporales de la región o desplazar pueblos enteros (mitimaes) para radicarlos forzadamente a lo largo del río y en las alturas para canalizar las aguas, construir los andenes y edificar los espacios elegidos. Ingenieros y arquitectos, a la par de técnicos en el labrado de granito, debieron trasladarse para levantar lo que finalmente constituye parte del patrimonio cultural de la nación y del mundo.
Más tarde, con los espacios convertidos en habitables, un nutrido grupo de yanaconas o servidores personales, erradicados de sus comunidades de origen, acompañó a los señores. Las familias imperiales ocuparon de tiempo en tiempo los conjuntos monumentales que se ubican en las márgenes de nuestro río, al que también se conoce como Vilcanota. En realidad este es su nombre real para los lugareños; su denominación arcaica Wilkamayu, significa “río sagrado”. Nace en la zona de La Raya a 5.846 m.s.n.m., en el límite entre los departamentos de Cusco y Puno. Con el nombre de Urubamba (que se suele usar luego de que cruza Machu Picchu) desemboca finalmente en el Amazonas, luego de confluir con el Tambo, en un recorrido de 1.500 kilómetros.
Pero el Wikamayu no es solo un proveedor de humus o sementeras; como las montañas, es un evidente culto al agua que a través de los puquios o manantiales, deriva sus aguas a las alturas habitadas por un ingenioso sistema de canales. Hay que agregar que la visión del conjunto monumental suele estar teñida de una bruma húmeda que suele conferirle un toque de irrealidad. El pleno funcionamiento, el fluir del agua de los acueductos, los colores no lejanos de la selva y lo erizado del paisaje pétreo, debió despertar las emociones de residentes y visitantes.
Las denominaciones actuales de los edificios de Machu Picchu tienen sus antecedentes en aquellas sugeridas por Hiram Bingham, pero a ello hay que sumar las modificaciones impuestas por el turismo organizado, que ya tiene más de medio siglo.
Mientras que los nombres precolombinos sigan siendo desconocidos, no me preocupa que sean otras las denominaciones que imponga el turismo. Son otros y evidentes los que amenazan a partir de su descontrol y descuido.