¿Por qué? Tal vez sea esa la interrogante que nos atormente a los peruanos desde hace semanas. ¿Por qué somos el país con más muertos por millón del mundo? ¿Por qué batimos récord en recesión económica? ¿Por qué todo nos ha salido tan mal?
Si nos centramos en las explicaciones que ha dado el presidente Vizcarra, la culpa la tenemos los ciudadanos. Somos indisciplinados, informales, egoístas e incapaces de entender el peligro al que nos exponemos. Algo así como una infame turba de perturbados seres, que caminamos todos los días hacia la autodestrucción. El ser humano, por instinto, busca sobrevivir. ¿Por qué quisiéramos morir los peruanos? ¿Qué tenemos distinto a otras sociedades que nos hace tan estúpidos como para zambullirnos con entusiasmo en todas las situaciones que nos exponen al contagio del COVID-19?
La informalidad se ha vuelto la respuesta ganadora, pero hablamos de ella como si hubiera cobrado vida con la llegada del coronavirus. Si revisamos nuestras formas de convivencia antes de la pandemia, recordaremos que en el Perú no es nada extraño que un niño muera porque se cruzó con un buzón sin tapa. Es normal que se desparrame un bus por una quebrada porque nunca pasó una revisión técnica. O que un mototaxi circule por la carretera al lado de un bus de dos pisos. O que se ahoguen decenas de personas en el Marañón porque nadie lleva chaleco salvavidas.
En muchos de estos casos también se culpa al ciudadano de su imprudencia: para qué se subió a ese bus, cómo se le ocurre ir en mototaxi, por qué los padres descuidaron al niño. Sin embargo, en esa mirada simplista, olvidamos uno de los elementos que definen la informalidad: no siempre hay plan b. Cuando la diferencia de 20 soles entre un bus informal y uno formal significan si almorzarás o no al día siguiente, no tienes opción. Si tienes que cruzar un puente que se cae a pedazos porque es el único que te lleva a casa, más vale que te aguantes tu miedo y te persignes.
El presidente todo este tiempo ha responsabilizado a los ciudadanos de los altos contagios de COVID-19 sin ponerse a pensar si el Gobierno les ofreció alternativas para entrar a la “nueva normalidad”. Tuvimos la cuarentena más larga del mundo que nos generó una crisis económica sin precedentes, y luego la levantamos en el mismo Perú en el que sobrevivir siempre ha sido un desafío constante.
¿Nos hemos puesto a pensar por qué muchos de los chicos que estaban en la discoteca Thomas Restobar tenían COVID-19? No se contagiaron en la fiesta, probablemente lo pescaron en una de esas actividades cotidianas que les impiden mantenerse sanos. ¿Un joven que se sube todos los días al transporte público en el que no se respetan las normas de seguridad puede tenerle miedo al coronavirus? ¿Qué pasa con esa chica que vende polos en las peores condiciones de salubridad a los alrededores de Gamarra? ¿O ese que tiene que hacer colas en el Banco de la Nación en medio del aglomeramiento?
Ponte la mascarilla, mantén tu distancia y lávate las manos son mensajes claros que la gente internalizó. ¿Pero qué pasa cuando en el colectivo vas apachurrado o cuando la venta de tus polos es en la calle en medio del caos? ¿Acaso se van a abstener de jugar una pichanga o bailarse un buen reguetón esos jóvenes cuya vida cotidiana es una constante exposición a la muerte?
Cuando la vida te obliga a perder el miedo no te conviertes en un irresponsable, sino en un sobreviviente. Y tal vez en lugar de señalar a la población con el dedo es hora de ofrecer condiciones para que su cotidianidad no sea un suicidio. Para que su día a día no sea un eterno caminar sobre la cuerda floja.