Como resultado del proceso de las últimas elecciones regionales y municipales, tenemos la evidencia más palpable de lo que se sabía de antemano, y ahora ha quedado corroborado gráficamente, es decir, el desplome de los partidos políticos nacionales. Con excepción de alguno, al que le ha ido menos mal que al resto, la realidad es que en la práctica han recibido una severa llamada de atención de un electorado que los siente lejanos y ajenos, y que ha preferido escoger a los grupos políticos locales, a pesar del deteriorado prestigio que muchos de estos exhiben.
Esto es lamentable, ya que el régimen de partidos políticos de alcance nacional es indispensable para la democracia, desde que surgieron, a fines del siglo XVII, en Inglaterra y se afianzaron, en el siglo XVIII, en Francia, para luego resultar insustituibles en el mundo entero para el funcionamiento del sistema democrático representativo.
A los partidos políticos les corresponde canalizar a la opinión pública. Ellos son quienes más deben contribuir a orientarla, a la vez que sirven de vehículos para quienes postulan a un cargo congresal o a la Presidencia de la República.
No se concibe la democracia representativa, en verdad, sin una acción permanente de las fuerzas políticas organizadas en partidos que recojan las principales tendencias del electorado, y a su vez lo mantengan informado de los problemas que deban ser atendidos.
La crisis de los partidos es grave y debe preocupar no solamente a sus propios simpatizantes, sino a todos los que creemos en el sistema democrático y lo defendemos.
Esto lleva a una imperiosa necesidad de reorganización y modernización de los partidos políticos que demostraron tener representación nacional hasta no hace mucho y han perdido vigencia. Desgraciadamente, hoy subsisten con escasísima vida partidaria, la que medianamente se reactiva cuando se aproximan las elecciones generales, a pesar de que muchas veces las listas para las candidaturas al Parlamento tampoco son fruto de elecciones internas, sino más bien el resultado de decisiones reservadas tomadas por la alta dirigencia de los partidos sin respetarse la democracia interna.
Lo que el resultado del voto popular del 5 de octubre nos está señalando es cuán disperso se encuentra el electorado, así como el escaso alcance que han tenido las organizaciones políticas de mayor tradición para hacer llegar sus propuestas a los votantes.
Si no se produce pronto una reestructuración y modernización de los partidos políticos, y a su vez, no se introducen los cambios necesarios en la legislación vigente, lo que tendremos en las próximas elecciones generales, dentro de año y medio, será una gran cantidad de candidaturas individuales, más con ideas fuerza que con programas de gobierno y sin los equipos técnicos que le den un soporte a los planteamientos expuestos durante la campaña. Es decir, corremos el riesgo de no saber por quién estamos votando ni a quiénes se estará encargando la alta misión de conducir los destinos del país.
Lo probable entonces es que las individualidades que quieran participar a escala nacional aprovechen los membretes de las fuerzas ya inscritas ante el Jurado Nacional de Elecciones o que ciertos grupos utilicen estas como vientres de alquiler para sus propios intereses.
También veremos, seguramente, a algunos sectores que no se sienten suficientemente representados organizando el partido propio, a pesar de las dificultades que implica la creación de uno nuevo. Todo esto es lo que contribuirá a una fragmentación política mayor a la ya existente.
En todo caso, quienes quieran participar a escala nacional en el proceso del 2016 deberán entender que los partidos renovados o nuevos tendrán que esforzarse por sintonizar con un electorado que no se siente políticamente representado.