Gonzalo Banda

El enfrenta una decadencia bastante evidente, muchos congresistas y el Gobierno se saben impopulares y, aun así, ni siquiera buscan convencernos de sus mentiras, sino aprovecharse del cargo para construir una red que les asegure impunidad. Sus predecesores siquiera deseaban la política como vanidad, en el sentido más weberiano de la ambición del político; los recientes solo desean el intercambio patrimonial y que nadie los pueda condenar. Alexis de Tocqueville tenía una regla inobjetable, si una sociedad quería permanecer civilizada, el desarrollo del arte de asociarse debía crecer al mismo ritmo que la sociedad crecía en derechos. Cuando eso no sucedía, emergía la decadencia política.

Para Samuel Huntington y Francis Fukuyama, la decadencia política surgía cuando las instituciones no avanzaban al ritmo que la sociedad necesitaba. Era un fallo institucional. Uno diría que para que algo decaiga debe haber estado bien al menos, y la peruana nunca experimentó un desarrollo institucional estable ni óptimo. Pero al menos la continuidad política desde Toledo pasando por García hasta Humala hacía predecibles los estímulos de la acción política en el Perú. Desde el 2016, no conocemos nada parecido a la estabilidad política y la política solo se ha deteriorado.

Claro que las instituciones no se desarrollaron a la velocidad necesaria. Hubo fracasos institucionales evidentes como la descentralización, la reforma de los partidos políticos, el combate contra la corrupción; pero ningún desarrollo institucional te prepara para resistir la decadencia de los demócratas ocasionales. Esa estirpe política capaz de censurar a un ministro de Educación solo por prepotencia, sobre todo cuando luego ese ministro resultó ser un funcionario internacional exitoso. Esa estirpe que fue capaz de vacunarse cuando muchos médicos morían mientras aparentaba encarnar la voluntad popular y manipulaba el debate político; a esa estirpe a la que le importó más constituir un gobierno del Pleistoceno y lucir la banda, antes que retroceder ante el masivo reproche ciudadano que los terminaría sepultando.

En la decadencia política, los demócratas ocasionales son gente que, aunque no te gane la elección en las urnas, te la quieren ganar igual impugnando votos rurales, con acceso a estudios de abogados y políticos que hicieron el ridículo y que jamás se disculparon a pesar de inventar un fraude caprichoso y segregacionista. Los demócratas ocasionales en el Perú fueron capaces de cerrar los ojos cuando un gobierno populista comenzó a socavar al Estado con nombramientos incompetentes, repartiéndolos como botín, y callaron porque es más honorable mantener la consultoría a pesar de que se ataque el interés público.

Los demócratas ocasionales olvidan que un golpe de Estado siempre se condena, que no hay golpes más simpáticos porque los perpetran mis compadres intelectuales, que no hay ideología ni filosofía de la historia hegeliana que justifique no denunciar a un golpista –por más ridículo que haya sido el fallido golpe–, y que no hay golpe que se pueda reescribir para justificar a un dictador así haya contado con un Congreso Constituyente Democrático.

Como es ya usual en muchos países, los demócratas ocasionales saben que los autócratas son enemigos bastante feos y que es mejor copar todas las instituciones del Estado, que es innecesario tomar el poder cuando puedes erosionarlo desde adentro, asegurándote de que las instituciones no se te vayan a plantar en contra. Por eso, a los demócratas ocasionales se los combate sin reparos; por eso, si hoy quieren desmontar la Junta Nacional de Justicia (JNJ), quizá sienten nostalgia de aquellos tiempos cuando controlaban el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) decrépito, creen que pueden equiparar aquella inmundicia con esta desproporcional intentona intervencionista.

Las recientes experiencias sobre el deterioro democrático nos enseñan que no todas las democracias tienen los mecanismos internos para defenderse del ataque de los demócratas ocasionales. Si James Madison pudo advertir que el equilibrio de poderes no funciona cuando el mismo partido controla todas las instituciones, hay también peligro cuando una misma coalición antiinstitucional –unida solo para garantizarse la impunidad– controla o intenta controlar las instituciones. Eso no es democracia, así tengan los votos para decirnos qué cosa es falta grave. Quizá lo que esté fracasando no sean solo los políticos, sino la política como mecanismo para resolver nuestras discrepancias, pues escapar de esa trampa parece casi imposible en este Perú en el que nadie cree ya en nadie ni nada. Hasta que no sanemos esa herida, construir un proyecto colectivo será imposible, más si lo minan los políticos de la decadencia, los demócratas ocasionales.

Gonzalo Banda es analista político