En un artículo anterior sostuve que en el Perú existe un conflicto entre la legalidad y la legitimidad, pero que, también, no puede haber . Este conflicto, desde luego, no es una novedad, pues está presente desde el inicio de la crisis política. Dados los últimos acontecimientos, es evidente que esta crisis no ha sido superada y que, por el contrario, se ha agudizado a pesar del crecimiento económico desigual que tenemos, en el que el poder y la riqueza se concentran en una minoría.

Así como en 1992, cuando de 1979 y dio un golpe desde Palacio, al que nos opusimos desde el primer día, ahora también atravesamos una crisis que se ha precipitado y tocado fondo por obra del fujimorismo que, desde que se instaló con una amplia mayoría en el Congreso, inició una cacería de brujas, de manera sistemática, prepotente y por mandato (Keiko Fujimori llegó a afirmar públicamente que el Congreso era el primer poder del Estado, en una forma de decir “yo soy el primer poder del Estado”, y que iba a gobernar el país desde allí) con interpelaciones arbitrarias a ministros que, como los de Educación, desempeñaban sus funciones de manera eficiente y efectiva.

Nada de esto último, sin embargo, le importaba al fujimorismo. Su consigna era la destrucción del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, sin imaginar que luego su lideresa acabaría en prisión preventiva, acusada de dirigir una organización criminal para lavar activos.

Por otro lado, la legitimidad de la política y de las dirigencias de los partidos (la palabra ‘élite’ les queda muy grande) está por los suelos debido al rechazo de una opinión pública que –esto es realidad y no el invento de algunos medios de comunicación– apoya la disolución del Congreso. A mi modo de ver, esta disolución fue una medida equivocada desde el punto de vista de la legalidad, porque de acuerdo con la doctrina del derecho no cabe una interpretación de ‘facto’. Más aún, esta figura no existe dentro de las 17 formas posibles de interpretación, y que el filósofo Francisco Miró Quesada Cantuarias sostuvo, en su obra “Ratio interpretandi: ensayo de hermenéutica jurídica”, que al menos diez de ellas podrían reducirse a tres.

Claro que este es un tema técnico, pero que tiene trascendental significado jurídico y con consecuencias políticas, porque el presidente de la República no es la persona con jurisdicción para interpretar la ley, sino los magistrados.

No obstante, el apresuramiento del presidente respondió, ahora sí, a una interpretación política con fundamento. El hecho concreto es que la mayoría fujimorista, acompañada de sus satélites, decidió proceder con la elección de los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional en lugar de acoger el pedido de confianza de quien fuera, a mi manera de ver, un destacado presidente del Consejo de Ministros. Con ello, quedó demostrada la negación de la confianza con el propósito, además, de componer un tribunal hecho a la medida para que anule la resolución judicial que con justicia le otorgó un juez a su lideresa.

Así, la guerra política declarada entre ambos terminó por este hecho que debilitó cualquier salida de ‘iure’, es decir, de derecho.

El cierre del Congreso tiene por ello una doble contradicción que fue resuelta a favor del Ejecutivo, en el que la legitimidad se impuso en parte a la legalidad, y decimos en parte porque sin duda la intención de la mayoría congresal era negar la confianza aunque luego cambiase de opinión por simple cálculo y de manera inconsecuente (en todo momento y hasta donde pudo le impuso obstáculos con mala fe al gobierno de ). Ataron, así, su propio nudo gordiano hasta que se lo cortaron.

Lo paradójico es que, ante estos hechos, queda una salida que está en la Constitución: las elecciones para un nuevo Congreso. Esta es una forma de desamarrar lo que conscientemente amarró el fujimorismo, principal causante de esta crisis política, tal y como hizo en 1992 con el golpe desde Palacio, y que terminó con un gobierno corrupto y violador de derechos humanos.